Política

La casa embrujada

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Todos cargamos con una casa embrujada. La mía estaba en Tamaulipas y Vicente Suárez, una casa estilo deco-californiano. Abandonada durante años, la leyenda urbana nos perturbaba cuando éramos niños. En la vieja carretera de Cuernavaca dos amigos regresaban a la ciudad en un coche Impala. Dos mujeres les hicieron la parada. Las subieron al automóvil y ellas los invitaron a su casa de la colonia Condesa. Una inolvidable noche de copas. Los dos hombres salieron al amanecer con los bolsillos llenos de buena suerte y deseos cumplidos.

Cuando volvieron a la casa para repetir la dosis clandestina de placer, encontraron una esquina abandonada. Un vecino les contó que dos mujeres que habitaron esa casa habían muerto tiempo atrás en un trágico accidente en la carretera a Cuernavaca.

Los años sesenta subían el telón y un grupo de adolescentes de los que yo formaba parte diseñamos un plan para entrar a la casa en ruinas. Yo era el menor de la pequeña banda que buscaba la verdad de esa trama. El Gato, el mayor de nosotros, trepó a un balcón de planta baja, por decir así. No hizo falta sino un empujón para que la madera, reino intocado de la polilla, cediera.

—Ya está abierta —dijo El Gato.

Cinco niños en el debut de su adolescencia entramos temblorosos a una sala de sillones ya inútiles. En una mesa de centro había tres copas cubiertas de polvo y una rota por el tiempo. Vi en esa escena una fotografía, amarillenta, sin movimiento, impuesta en la realidad. Los más audaces, tres de la pequeña banda, avanzaron por un pasillo encabezados por El Gato. Dicen que en la cocina había trastes en el fregadero resistiendo el paso de los años.

En las casas de la colonia Condesa de aquellos años, una escalera de herrajes y escalones de granito llevaban al piso de las habitaciones de la planta alta.

—Vamos arriba —ordenó El Gato.

—No mames, Felino, ya vámonos —dijo uno de nosotros, no sé si fui yo.

—Yo voy solo, maricones.

Permanecimos sin movernos frente a la mesa de polvo y pasado, frente a las tres copas y los vidrios reventados por la memoria.

El Gato no tardó en bajar, agitado, apremiado por la angustia.

—Saltamos por el balcón y caminamos por la avenida Tamaulipas a vuela pie y en silencio.

Se oyó una voz, pudo ser la mía:

—¿Qué viste, Gato?

Contestó rápido y ansioso:

—Entré a un cuarto, abrí un clóset y había ropa de mujer, descolorida.

La condición de los secretos es no volver a hablar de ellos cuando se han revelado.

Siempre hay una posibilidad de que El Gato no haya mentido.


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Rafael Pérez Gay
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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