Abro el ojo. Nadie se despierta más joven. El paso del tiempo cae sobre nosotros y nos acerca cada día a nuestro final definitivo. Esto suena un poco dramático, pero es una verdad de cien kilos.
Me he persuadido de que después de todo envejecer no es una tragedia sino un hecho natural de la vida y, como la mayoría de las cosas cotidianas, lo mejor será tomárselo con algo de humor.
La vejez puede ser una gran virtud, pero hay que decir la verdad: nadie desea realmente envejecer. La vejez es agotamiento. Por más que ser viejo ocupe un lugar privilegiado en cuanto al prestigio y el respeto de los otros, los jóvenes son quienes tienen la posibilidad de vivir el futuro. Ciertamente pensamos en una persona vieja como alguien que no tiene ya nada que buscar en lo ajeno, en los placeres de la carne, en la fuerza, pues o bien ya las ha recibido o ha renunciado a ellas, o el tren pasó sin detenerse en el andén. No cuenten conmigo de momento. Yo estoy puesto.
Pensaba en estos asuntos cuando me encontré esta pequeña historia que ya he contado: hacia finales del año 2020, el escritor Juan José Millás tuvo que renovar su documento oficial de identificación. Al salir de la oficina donde le entregaron su nueva tarjeta se percató de que el documento tenía fecha de caducidad en el año 9999. Millás pensó que aquello se trataba de un error. Al preguntar, el escritor se llevó una sorpresa: en España, una vez cumplidos los setenta años, las identificaciones se expiden para el resto de la vida. Millás pensó: “a esta edad el Estado me ha dado por amortizado, es decir, por muerto, pues mi documento de identificación se parece mucho a un certificado de defunción”.
Un par de días después de aquel episodio, Millás tenía agendado un encuentro público con el crítico de cine Carlos Boyero en la Biblioteca Nacional de España. Mientras se bañaba para ir a la plática con Boyero, Millás notó una extrañeza respecto de sí mismo.
Cuenta el escritor que al frotarse el cráneo con shampoo sintió que estaba frotando la cabeza de su padre. El pánico le obligó a enjuagarse el líquido frenéticamente y salir, con espuma en los ojos, de la regadera. Millás canceló el acto en la Biblioteca Nacional, llamó a Boyero para disculparse y pasó el resto del día sentado, con la mirada perdida y pensando “¿es esto un aviso de la vejez real?”.
Todos tranquilos, nada es para siempre.