Política

Las joyas

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Recuerdo esta frase que me inspiraba miedo:

—Tuvieron que vender hasta las joyas.

Así se declaraba la quiebra financiera de una familia, la de mis padres, por ejemplo. Una forma de ser rico consistía en cofres con joyas. Un modo de la bancarrota, venderlas a precios bajos y humillantes. Así aprendí que las joyas no valen nada, salvo para quien las ostenta y se acerca al cielo de sus ilusiones cumplidas.

Me tocó en la vida llevar al Monte de Piedad, no el del Centro en la calle de Palma, sino otro en una calle de la colonia Escandón cuyo nombre he olvidado. Me bajaba del camión, caminaba dos cuadras y pignoraba, así se decía, una esmeralda y un brazalete de oro. Los últimos objetos valiosos de otra vida que a mí no me tocó vivir, pero sí a mis hermanos.

—Un cofre lleno —decía mi madre de su pasado sin asomo alguno de amargura. De eso trataba en parte su vida de juventud, de un cofre lleno de oros y piedras preciosas; su vejez, en cambio, de un cofre vacío.

Joyas, qué raro. Me puse a leer en libros, no en la Wikipedia. Durante la Edad Media apareció una importante cantidad de tratados de mineralogía. Estos tratados eran conocidos como “lapidarios”. En los lapidarios se registraban las gemas: minerales con propiedades mágicas, cuyas cualidades, se creía, les eran asignadas por los astros y la divinidad.

​En la clasificación relacionada con los colores de las piedras preciosas, el zafiro posee las más variadas y nobles virtudes gracias a que su tono azulado es idéntico al del mismo cielo; mientras que el verde intenso de la esmeralda, que supera en tono a la hierba, provoca un estado anímico de serenidad y sosiego espiritual.

En algunas ocasiones, el color indicaba la constitución material interna de la piedra, en otras hacía referencia a su grado de opacidad y luminosidad. Si ponemos en relación esta característica lumínica con el simbolismo cristiano, se advertirá que aquellas piedras que poseen un mayor brillo deben de ser de mayor calidad, identificándose con Dios. Así, el rubí, al ser verdadera luminaria de Cristo, posee la capacidad de resplandecer en medio de las tinieblas, convirtiendo la noche en día como si fuera una antorcha, gracias a su imitación de Cristo, quien, decían, alumbraba al mundo.

Vistas así las cosas, yo no llevaba al Monte de Piedad la gran cosa, el verde intenso de una esmeralda y un puñado de serenidad, pero el brazalete de oro macizo era otra cosa, quienes formaban la fila de pignorantes lo veían con ojos de concupiscencia. Me lo guardaba en la bolsa del pantalón. Me hubiera gustado llevar un rubí, algo que convirtiera nuestra noche en día. La oscuridad en casa había durado mucho tiempo, necesitábamos una luminaria. Pero no llevaba un rubí.


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Rafael Pérez Gay
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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