Para el año 2009, la Familia Michoacana era todavía un misterio. Se sabía de su existencia, sus alianzas con otros grupos e incluso de sus escisiones, pero no de los alcances.
Nuestras investigaciones se dirigían a detener a un objetivo de segundo nivel, que resultó ser de los más importantes de su organización.
Arnoldo Rueda Medina ‘La Minsa’, nunca esperó ser detenido y menos en la ciudad capital de Michoacán, en donde con un bajo perfil, nadie “lo molestaba”.
Su detención abrió toda la información del grupo delictivo: nombres de líderes, herramientas propagandísticas, una falsa ideología religiosa, esquemas de secuestro, extorsión, laboratorios de drogas sintéticas, puertos de entrada de los precursores químicos asiáticos, nóminas pagadas a autoridades corruptas. Era jefe de Servando Gómez ‘La Tuta’, quien luego cobraría fama como delincuente sanguinario.
Asombrado, cargando una granada en el bolso, prácticamente no opuso resistencia cuando fue detenido. Lo trasladamos a la Coordinación Estatal de nuestra Institución, cuando al filo de la medianoche, comenzaron los ataques para intentar liberarlo.
Llegaron motos a dejar gente armada y en cuestión de minutos, unos 50 hombres comenzaron a dispararnos por todos los frentes, incluso desde un puente peatonal cercano.
Yo me resguardé detrás de la llanta del carro del propio detenido, intentando protegerme. Las granadas estallaban a nuestro alrededor, incluso cimbrando y dañando a un vehículo ‘Rinoceronte’ blindado.
Era difícil repeler la agresión, porque cada disparo que salía de nuestras armas, ponía al descubierto nuestra ubicación. Alguien bajó la intensidad de la luz para que fuera más difícil ubicarnos en lo que pareció una eternidad.
Al darse cuenta que no iban a poder rescatar al delincuente y ante la inminente llegada de refuerzos, los agresores comenzaron a irse, retirando a sus propios heridos. Y los disparos cesaron.
Desde hace varios años uso al cuello un rosario al que mi familia le ha encomendado mi vida. Sus cuentas de metal se han roto en momentos difíciles, en lo que pienso que no es una casualidad. Para mí es el símbolo de que Dios nos cuida.
Dos helicópteros Black Hawks aterrizaron para trasladar al detenido a la Ciudad de México. Apenas despegábamos cuando quien fue mi compañero, hoy mi amigo y compadre, me dio uno de los abrazos más significativos de mi vida, en el que a ambos se nos salieron las lágrimas.
Al llegar a nuestro Centro de Mando, tuve esa sensación indescriptible de “llegar a casa”. Nuestros jefes nos recibieron como héroes, no solamente por la captura del criminal, sino porque éramos unos sobrevivientes de uno de los ataques más agresivos que la Institución había tenido.
Con casi un día completo sin comer, descubrimos que las tortas podían saber a gloria. Pero no había tiempo de descansar, había que regresar a Michoacán a continuar con los operativos ante la furia criminal que se había desatado. Solo fui a bañarme y recoger ropa.
De regreso, en un Gran Marquis blanco blindado que había estado asignado al ex Secretario de Seguridad Pública Federal, Gertz Manero, pasé a cargar gasolina antes de llegar de nuevo al Centro de Mando.
Fue entonces cuando recibí la llamada de Eric, quien junto con otros compañeros, realizaba tareas de inteligencia en el municipio de Arteaga. “Están tocando a la puerta”, me dijo en lo que sería su última conversación, antes de ser encontrado sin vida en la autopista Siglo XXI, junto con otros once policías federales asesinados. En total, ese fin de semana murieron dieciséis compañeros.
El 27 de enero de 2017, a casi ocho años de su detención, Arnoldo Rueda Medina fue extraditado a Estados Unidos.
El fiscal norteamericano para el Distrito Norte de Texas, sabiendo que nuestros compañeros habían sido torturados y asesinados tras su detención, hizo valer el derecho de las familias de las víctimas de estar presentes durante la audiencia de sentencia e incluso de expresarse ante la Corte. Y quien habló a nombre de las familias, por primera vez en la historia, fue un policía federal.
Y en su voz pudimos expresar el dolor que nos causó, antes de que a sus 48 años, este delincuente fuera sentenciado a 43 años de prisión.
No sé si valió la pena las muertes que sufrimos. Lo que sé es que era nuestro deber y nuestro compromiso con México.
Colaboración de “un policía” de la División Antidrogas de la Policía Federal de México