En 2012 el país dio un paso histórico: elevar a rango constitucional el derecho humano al agua y al saneamiento. La reforma ordenó algo claro: en 360 días debía expedirse una ley que fijara las bases para garantizar ese derecho.
Ese mandato lleva más de una década incumplido. Hace unas semanas, la Presidenta de México presentó una iniciativa para saldar esa deuda mediante una nueva Ley General de Aguas.
Sin embargo, la presentación vino acompañada de propuestas de reforma a la Ley de Aguas Nacionales, un ordenamiento con una función distinta: regular concesiones, transmisiones y el aprovechamiento del recurso.
Hoy México enfrenta uno de los debates legislativos más trascendentes. La reforma a la Ley de Aguas Nacionales preocupa porque altera de fondo el régimen de concesiones. El mayor riesgo está en prohibir transmisiones, romper el vínculo entre tierra y agua y centralizar la reasignación de volúmenes sin criterios objetivos.
Esto desincentiva inversiones, afecta el valor de la tierra, la sucesión familiar, el acceso a crédito y la continuidad productiva. En regiones rurales, una concesión no es un trámite: es la diferencia entre producir o abandonar la actividad.
Imaginemos un caso común: un rancho que se vende, una parcela que se renta o la muerte del titular. Con la reforma, el agua ya no acompañaría a la tierra. El volumen concesionado no podría heredarse ni transmitirse; regresaría al Estado para su reasignación discrecional.
En la práctica, quien compre no tendrá garantizado el agua para producir; una familia que pierde al titular podría perder el derecho al recurso; y cualquier inversión se volvería incierta porque estaría sujeta a la voluntad administrativa.
El país sí necesita actualizar su marco hídrico, pero con claridad institucional: una Ley General de Aguas que garantice el derecho humano al agua y una Ley de Aguas Nacionales que dé certidumbre a quienes la usan. Lo que no necesita es una reforma que abra frentes de amenaza y concentre el poder.
El proceso legislativo está en curso; aún es tiempo de corregir rumbo y construir una reforma que sume, no que vuelva a golpear a un sector agropecuario ya suficientemente lastimado.
Reformar exige escuchar: al territorio, a los productores y a quienes conocen el agua desde la operación diaria. Una ley que no escucha está destinada al fracaso.