¿Ya imaginaron, amables lectores, lo que será este país, rebosante de millones y millones de jóvenes incapaces de entender un texto, de realizar las más básicas operaciones aritméticas –sumas y restas, no digamos ya contar con las habilidades para extraer una raíz cuadrada o resolver una ecuación de primer grado— y de transmitir eficazmente la información verbal, o sea, los mensajes elaborados con palabras?
Hacia ahí nos lleva el catastrófico abandono del proyecto educativo nacional, disfrazado tramposamente de “Nueva Escuela Mexicana” y dirigido sustancialmente a restaurar las antiguas políticas clientelares, a servir los intereses del más nefario corporativismo sindical, a adoctrinar a los escolares y a establecer un modelo paternalista de muy bajas exigencias.
La educación de los niños –esos infantes son el tesoro más sagrado de la nación mexicana— debería de ser la primerísima de las prioridades en la agenda gubernamental y a esa empresa deberían de encauzarse todos los esfuerzos.
Un país no es una difusa entelequia que se pueda cimentar a punta de encendidas retóricas o perniciosas ideologías: un país es ni más ni menos que la suma de su gente y la esfera donde se condensan las virtudes de las personas que lo habitan.
Justamente, transformar una nación no es instaurar políticas públicas para cosechar réditos inmediatos y rentabilizarlos en las urnas sino diseñar estrategias de largo plazo para cambiar de raíz las cosas y, ya en los hechos, para crear un espacio poblado por mejores ciudadanos.
Sobrellevamos aquí un muy perturbador déficit de ciudadanía y una falta de civismo igual de inquietante: basta ver las calles, los parques y los campos atiborrados de basura para constatar que la mayoría de la gente se desentiende olímpicamente de cuidar el entorno y que a muchísimos pobladores tampoco les preocupa demasiado comportarse con urbanidad ni acatar regulaciones ni respetar el espacio de los demás.
Un país es también el espejo en el cual se reflejan sus malos ciudadanos y un exceso de individuos ineducados tiene un decisivo impacto en el desempeño global de una nación. Recurro, una vez más, a la lapidaria y ejemplar sentencia de Fernando Savater: “Un pueblo sin educación es un pueblo ingobernable”. Ustedes dirán si vamos por el camino correcto.