Política

'Oppenheimer'

Esta semana la película se estrenó a escala mundial. AP
Esta semana la película se estrenó a escala mundial. AP

Entender la realidad física de la cual somos parte puede lograrse observando el cosmos, como hizo Galileo, o mirando los átomos a la manera de Enrico Fermi.

Este es el recurso que escogió Christopher Nolan para el filme Oppenheimer, que se estrenó esta semana en las salas de cine del mundo. En esta narrativa el Proyecto Manhattan hace las veces del cosmos y el padre de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, el rol del átomo. Dos historias con una dinámica independiente que, al trenzarse, nos aproximan al monumental fenómeno de lo humano.

Nolan y su esposa, Emma Thomas, consiguieron una obra que permite asomarse a uno de los portales principales de la historia de nuestra especie –gracias a la escala masiva de la producción– y al mismo tiempo resuelve la exploración de los pliegues sicológicos, morales, intimísimos de un genio que torció de manera irreversible la órbita de nuestra civilización.

Oppenheimer es, a la vez, un filme de marco y de microhistoria, del gran paisaje y la pequeña molécula, del espíritu de una época y de su injerto, siempre contradictorio, sobre cada alma humana.

La bomba atómica transformó la consciencia de la especie sobre sí misma porque, por primera vez, concebimos un arma para suicidarnos masivamente. Antes del Proyecto Manhattan la capacidad del ser humano para destruir al planeta era una metáfora, o bien una teoría. Pero después de haber inventado el botón rojo emergieron las razones fundadas para tenernos miedo.

Las cifras exorbitantes que arroja ese proyecto a penas si logran fijar los contornos del hecho histórico. El gobierno de Estados Unidos invirtió 2 mil millones de dólares en solo tres años. El niñito, la bomba de uranio arrojada sobre Hiroshima y el misil de plutonio que cayó sobre Nagasaki asesinaron a más de 210 mil personas.

No deja de asombrar que un arma para destruirnos haya significado un poderoso argumento de convergencia. Alrededor de seis mil personas de todo el mundo reunieron sus inteligencias para elaborar la primera arma de destrucción masiva.

En el nivel macro Oppenheimer desnuda el absurdo y, al mismo tiempo, explora los argumentos racionales para abrazar el vacío que provocaría la eventual destrucción. El realismo en la teoría de las relaciones internacionales es hijo de muchos términos surgidos durante aquellos años cuarenta del siglo pasado. El argumento de la disuasión mutua gracias a la existencia de la bomba atómica trazó el mapa paradójico para una paz que ciertamente llega hasta nuestros días. Esta bomba no ha servido para conjurar las guerras de baja intensidad, pero detuvo la frecuencia con que ocurrían las grandes conflagraciones mundiales.

Pariente de la teoría de la disuasión mutua es la que defiende el balance equilibrado del poder entre las naciones más poderosas. Antes de la bomba atómica era difícil que una nación, un imperio, una potencia, supiera a ciencia cierta la capacidad de destrucción que tenía su adversario. Sin embargo, después del Proyecto Manhattan esa tarea se facilitó al extremo. Un país con poderío nuclear no necesita complicar su comunicación a la hora de inhibir a su adversario de atacarle. De ahí que, después de la bomba nuclear ninguna potencia con este tipo de armamento se haya declarado abiertamente la guerra.

Esta reflexión que es política y también pertenece al campo de la filosofía general de la historia se halla cuidadosamente labrada en el guion y los diálogos de Oppenheimer. No hay cinismo en su exposición y sin embargo tampoco hay ingenuidad ni sentimentalismo.

Pero este filme no sería lo que es sin su otra hebra: la consciencia crítica e individual del ser humano ante los dilemas morales que impone el gran fresco de la especie. No es la primera vez que Nolan explora la angustia provocada por las encrucijadas graves de la ética individual, aunque en esta ocasión su tratamiento es insuperable.

Gracias, en parte, a la formidable actuación de Cillian Murphy y de Emily Blunt, uno puede ver a través de la piel de los personajes hasta el punto de sufrir con dolor cada una de las preguntas más pugnaces que implicó para esa pareja –como representación de toda una comunidad científica– “llenarse las manos de sangre”.

Digo en parte, porque en Oppenheimer la fotografía también hace ese trabajo. Hoyte van Hoytema, director fotográfico del filme, ostenta ingenio en cada toma, imagen y secuencia. Gracias a sus lentes la audiencia puede recorrer las diferentes narrativas, la macro y la micro, pero también los distintos planos temporales, así como las texturas que distinguen entre lo grotesco y lo sublime.

Es un lugar común decir que Oppi –como los colegas del Proyecto Manhattan solían llamar con cariño a Robert Oppenheimer– fue un personaje complejo. El virtuosismo de esta obra cinematográfica radica en haber logrado retirar cada capa de esa complejidad para extenderla a lo largo de las tres horas que dura la película.

Oppenheimer fue un hombre al que no le pasó la vida como si fuera un accidente. Tuvo temprana consciencia de su inteligencia y también de su curiosidad imparable. Emocionalmente fue un hombre infiel y políticamente se aferró al agitado péndulo ideológico de la época. Sin embargo, no se abstrajo en ningún momento de las consecuencias de sus actos.

En Oppenheimer hay una escena, entre tantas otras memorables, que ciertamente ocurrió. Se trata de la vez que el científico conversó con el único dignatario que ha apretado el botón rojo. Al parecer, una vez concluida la reunión Harry Truman declaró que no quería volver a saber de Oppenheimer, y todo porque este hombre se atrevió a compartir que él también sentía las manos manchadas de sangre.

“Ahora me he convertido en la muerte, en el destructor del mundo”, refirió Oppenheimer en uno de sus discursos más importantes. La cita es del Bhagavad-gītā y describe al director científico del Proyecto Manhattan, pero también refiere a quienes pertenecemos a esa fracción de la humanidad que nos tocó vivir después de la invención de la bomba atómica.


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Ricardo Raphael
  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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