Cada vez, la biblioteca pública, ese espacio físico que alberga cientos o miles de libros de los más diversos temas, está enfrentando retos más difíciles para atraer nuevos públicos, que prefieren la comodidad de sus propios equipos electrónicos para buscar fuentes de información, en lugar de recurrir a los libros clasificados y ordenados en la estantería pública; este fenómeno sucede en todas entidades de la República, pues las bibliotecas, de manera general, se han quedado a la zaga de las transformaciones en la búsqueda de información, principal motivo de su existencia.
Hay excepciones, desde luego, pero son eso: excepciones. Las políticas públicas de modernización de las bibliotecas, que deben incluir una mayor inversión de recursos económicos para enriquecer los acervos bibliográficos, remodelar los espacios físicos, mantener en óptimas condiciones las instalaciones, contratar y capacitar al talento humano encargado, pero, sobre todo, ampliar la oferta de servicios en esos espacios del conocimiento.
Han disminuido, en cambio, los gastos de inversión programada, como lo muestra la gradual reducción presupuestal desde 2018 a la Dirección General de Bibliotecas, organismo encargado de crear políticas y establecer los procedimientos necesarios para facilitar el acceso libre, gratuito y equitativo al conocimiento y la cultura, así como fomentar la lectura a través de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas. Basta acudir a cualquiera de las 7,474 bibliotecas (varias de ellas cerradas ya) que hay en México para corroborarlo.
Los encargados del área se apresuran a atenuar las dolorosas consecuencias de esas cifras con el sofisma del nuevo ahorro ante el dispendio de otras administraciones y la adquisición y distribución a bibliotecas de muchos más libros que en cualquier otra época. Olvidan que no se trata solo de comprar libros, sino de impulsar una estrategia integral de fomento de la biblioteca como un espacio abierto al conocimiento, que subraye su carácter incluyente, universal y de vanguardia, tal como lo exige el presente.
Sin embargo, esta miopía no es algo nuevo, en el entendido de que la lectura y los libros forman un universo en el que poco inciden los tres sectores de la sociedad organizada: 3.9 libros leídos al año en promedio por persona en nuestro país es el resultado. Si a ello agregamos los efectos nocivos de la pandemia por SARS-CoV-2 que enclaustró a niñas y niños en sus propios hogares y desalentó el ritmo de lectura en el aula escolar, comprenderemos que los retos se multiplican para esos espacios libres de dogma como son las bibliotecas públicas.
¿Qué debe suceder en ellas para reactivar su atracción social? Esta columna está abierta a tus propuestas, lector, lectora.
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