El detective de la novela policiaca mexicana no es un héroe pulcro que restaura el orden; es, por el contrario, un antihéroe que se arrastra por las venas abiertas de la ciudad, un testarudo que busca una verdad esquiva en un sistema donde la corrupción es el lenguaje principal. Su caracterización es el reflejo de una sociedad compleja y el principal mecanismo de crítica de ésta.
A diferencia del arquetipo creado por los estadunidenses Dashiell Hammett (1894-1961) o Raymond Chandler (1888-1959), el investigador mexicano, encarnado de forma seminal por Héctor Belascoarán Shayne, de Paco Ignacio Taibo II (1949), opera en una geografía del desastre nacional. Como apunta el crítico literario Víctor Barrera Enderle (1972), el género se nutre de “la crónica, el reportaje y la historia para construir una narrativa donde el detective es un historiador de la violencia reciente” (2012).
Y es que la corrupción no es un elemento externo, sino un rasgo constitutivo de las tramas de la novela negra mexicana. El personaje debe negociar con esa corrupción, usarla o resistirla para avanzar en su pesquisa. Élmer Mendoza (1940) lleva esto al extremo con su detective el “Zurdo” Mendieta, un policía que “nada entre mierda y a veces saca la cabeza”, como define el autor sinaloense; Mendieta es un producto de su entorno, un profesional que aplica una moral flexible para sobrevivir en un mundo donde las instituciones son un obstáculo más.
Además de la presencia de la corrupción, el espacio (el paisaje o el ambiente social) es otro pilar clave en la novela negra mexicana donde se desenvuelve el detective mexicano (y eso incluye a la reportera Yolanda Lavanderos, creada por Taibo II). Ciudad de México, Monterrey o Ciudad Juárez no son meros escenarios: son antagonistas que moldean la psicología del personaje; por ejemplo, la urbe laberíntica y violenta retratada con crudeza por Juan José Rodríguez en “Mi nombre es Casablanca” (2003) o por Yuri Herrera en “Trabajos del reino” (2004), dos novelas extraordinarias del nuevo noir mexicano, determina el lenguaje, los miedos y las tácticas de sus protagonistas. En ellas, el detective recorre colonias ricas y barrios marginales, como trazando la cartografía de la desigualdad y la miseria humanas, porque su lucha es casi siempre quijotesca.
Y así persiste en varias de las novelas del género. La resolución del caso rara vez implica justicia e incluso comprensión. El detective se equivoca, tiene miedo, no es un superhombre; su triunfo no es restaurar el orden, sino sobrevivir en esta jungla de acero, y, al hacerlo, dejar al descubierto las terribles entrañas de un país donde el crimen y el poder son dos caras de la misma moneda.
La novela policiaca mexicana, a través de sus personajes, demuestra que el misterio a develar no es un homicidio, sino la nación misma en despliegue de su terrible realidad. No sé si sea por eso que me gusta tanto la novela de crímenes hecha por estos autores y muchos otros que continúan publicando en México sus obras, o porque detrás de ellas se refleja la descomposición de un país que reivindica su grandeza con esta narrativa que nos consuela y conmueve.