En el fragor global de la Inteligencia Artificial, cuando Estados Unidos y China libran una batalla tecnológica por la episteme y la Unión Europea intenta domesticarla con marcos regulatorios, México parece haberse conformado con el cómodo rol de espectador que ocasionalmente alquila su banquillo.
Me refiero a la narrativa oficial de un panorama halagüeño: "México es un hub de nearshoring tecnológico", gracias a que las grandes Big Tech abren centros de desarrollo e "innovación" en Guadalajara, Monterrey o Ciudad de México. Desde luego que es de celebrarse la inversión extranjera directa, pero en el ecosistema de la IA, hay una diferencia abismal entre ser el que ensambla las piezas y el que diseña el plano maestro. Hoy, México arriesga ser la maquiladora de algoritmos del siglo XXI.
Mientras las potencias corporativas invierten miles de millones en desarrollar sus Large Language Models propios, la discusión en México sigue anclada en la adopción y la implementación: nos preocupamos por cómo usar la IA para optimizar logísticas o generar contenido, pero no por cómo crearla desde cero. Nuestra capacidad de investigación y desarrollo en los pilares fundamentales de la IA —modelos de base, hardware especializado— es minúscula comparada con la urgencia del momento: desarrollar nuevas fuentes de financiamiento nacional, frente a la crisis económica que ya estamos viviendo.
¿Dónde están nuestros Modelos Fundacionales? No me refiero de un chatbot que hable náhuatl, sino de sistemas entrenados con el vasto, complejo y riquísimo acervo de datos hispanohablantes y latinoamericanos, que dé personalidad computacional a nuestra idiosincrasia, que no dependa de un modelo diseñado en Silicon Valley; si México no construye sus propios modelos estará condenado a interpretar su realidad cibernética a través de un lente ajeno, perpetuando un nuevo colonialismo digital.
El nearshoring tecnológico es un espejismo si no va acompañado de una estrategia de Estado adelantada al hecho de que talentosos ingenieros mexicanos sean contratados para refinar o aplicar tecnologías creadas en otro lado, no para idear las propias. Es decir, excelentes soldados impedidos para ser generales.
Es necesario desarrollar una política nacional que priorice la soberanía digital con inversión pública y privada masiva en clusters de investigación en IA y una reforma educativa que priorice las matemáticas y la ciencia de datos, para comenzar la independencia tecnológica de largo plazo.
No es chovinismo, es visión de la oportunidad para crear un ecosistema tecnológico endógeno, que incluya un proyecto nacional de inteligencia artificial, al estilo de lo que hizo Francia con Mistral AI; aquí el desafortunadamente cuestionado Conahcyt puede impulsar una alianza de universidades de excelencia (UNAM, IPN, ITESM) para desarrollar un modelo fundacional mexicano y latinoamericano de código abierto, acompañada de incentivos reales, no becas del bienestar; se necesitan créditos fiscales, fondos de capital de riesgo de origen público y una compra gubernamental ágil de software y soluciones de IA desarrolladas localmente.
Asimismo, se requiere regulación propia: en lugar de copiar y pegar el reglamento europeo, México debe crear un marco que incentive la innovación responsable, protegiendo los derechos digitales de los ciudadanos sin asfixiar a las empresas emergentes (como el impacto que tiene la reciente Ley Airbnb en las incipientes iniciativas de negocio del ramo).
La disyuntiva es clara. Podemos seguir siendo el patio trasero donde se implementan las ideas de otros, un país que consume IA pero no la piensa; o podemos decidir, con la audacia que el momento histórico exige, ser arquitectos de nuestra propia inteligencia. El futuro no se maquila, se diseña.