Gil había dormido mal, ese despertar a las cuatro treinta de la madrugada. Cuando regresó a la vigilia caminó sobre la duela de cedro blanco y el espejo misterioso de la vida le entregó un libro de Anthony Burgess: Todo sobre la cama (Seix Barral, 1982). Aquí va un puñado de subrayados.
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El profeta Moisés nos sacó a todos del cautiverio y nos enseñó a leer, a escribir y a aplicar ambas cosas a pactos y alianzas, hizo su primera presentación al público en un cesto, o Moisés, navegando Nilo abajo camino de la adopción real. Fue su hermana Miriam la que trenzó el cesto y, mientras lo llevaba con su preciosa carga a la ribera del Nilo, probablemente improvisara a la primera nana.
El lecho primigenio es un líquido. A Moisés le echaron a las aguas para un renacimiento, y aquellas aguas simbolizaban el líquido amniótico que, poco antes, le había sustentado en el vientre. La vida del niño antes del nacimiento era una vida de suave balanceo, y nuestros sabios ancestros procuraron que mantuviese el ritmo durante algún tiempo después del nacimiento.
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El lecho de la primera infancia, no el de la niñez, puede resultar un lecho de espinas salvo cuando llega la hora de levantarse. La peor amenaza para un niño es mandarle a la cama. Pero una vez que está en la cama y dormido, la mayor crueldad es arrancarle de ella. Nos sustentan anomalías. Sueño y vigilia son dos reinos opuestos. Nos resistimos a dejar de ser fieles a ambos.
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Toda la acción del Finnegans de Wake de James Joyce transcurre en la mente dormida del héroe, un mesonero que se ha acostado tras una agitada noche de sábado. Los materiales de su sueño, que es una remodelación fantástica de la historia europea, brotan de la cama misma, sobre todo de los cuatro pilares tradicionalmente guardados por Mateo, Marco, Lucas y Juan, que se convierten en una criatura de ocho patas llamada Mamalujo. Hay episodios oníricos de concupiscencia ilícita, incestuosa normalmente, a través del tapiz del sueño, pero el acto sexual en estado de vigilia, entre el héroe y su esposa, sólo se intenta brevemente y es un completo fracaso.
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El amor ilícito puede realizarse perfectamente en camas pequeñas, y así sucede con frecuencia. El lecho conyugal tiene una especie de estatus de riesgo, y su tamaño debería ser reflejo de esto: no es un lecho para la copulación esporádica sino para la representación de todo el drama del matrimonio, que entraña tanto aproximación como apareamiento. El lecho conyugal es para las disputas y las reconciliaciones, y para la cena y el desayuno. Es para reprimendas conyugales como las de la señora Caudle, en las que el marido debía dar la espalda, fingiéndose dormido. En Sicilia, donde las camas son, por tradición, muy grandes y de mucho fondo, la conducta de la Mafia puede decretarla en gran medida la mujer del don. Destruyan la cama doble y el gobierno quedará perturbado. Muchos reyes y primeros ministros han recibido instrucciones de cómo regir el Estado en la oscuridad del dormitorio conyugal. Sin la sabiduría confidencial de las mujeres en la oscuridad de la cama los gobernantes masculinos no son nada.
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El eslabón entre la vida y la muerte es la enfermedad. Y el lecho del enfermo, a diferencia del convaleciente, es la rueda de fuego que menciona Shakespeare en El rey Lear. Sólo pueden mitigar sus terrores si se trata de una cama en el pabellón de un hospital, en que todo pasa a ser muy funcional, no se asocia con el placer sexual y se halla rodeada realmente de tanta incomodidad trivial que no hay posibilidad alguna de que la enfermedad se exalte en agonía noble y terror clásico.
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Como todos los viernes, Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que soporta la botella del Grey Goose, materia prima de los gansos salvajes, Gamés pondrá a circular las frases de Milan Kundera: “La persona que pierde su intimidad lo pierde todo. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo”.
Gil s’en va