Han pasado 25 años desde la histórica alternancia del año 2000, cuando la ciudadanía mexicana demostró que podía quitarse el lastre de la “dictadura perfecta”, como la definió el escritor peruano Mario Vargas Llosa. Desde 1994 más claramente, la ciudadanía plural había empezado a construir un andamiaje institucional que seis años después organizó elecciones creíbles y dio un árbitro respetado: el INE. Hoy, sin embargo, esa ruta está bajo un ataque sofisticado: no se busca anular la boleta, sino vaciar de sentido el voto mismo.
Se ha perfeccionado un modelo de polarización que sustituye el debate de propuestas por la lealtad tribal. Las redes sociales, su artillería pesada, disparan sin tregua desinformación que convierte la esfera pública en un campo de batalla en la que los hechos son la primera baja; mientras, el proyecto de nación se reduce a un plebiscito televisado diariamente sobre la figura presidencial, al tiempo que organismos como el INE, pilar de la equidad electoral, son sistemáticamente disminuidos, denostados o francamente extintos para debilitar los contrapesos políticos de una oposición hoy silenciada; el resultado no es la vuelta al pasado, como muchos afirman, sino la entrada a una democracia de baja intensidad, con ciudadanía espectadora y un Poder Ejecutivo hipertrófico.
Ante este panorama, la tentación de la exclusión comienza a resonar en los pasillos: “¿Y si solo votaran los que saben?”, “Delimitemos el derecho al voto”, gritan quienes se dejan guiar por espejismos antidemocráticos. La solución no es restringir el número de votantes, sino fortalecer la capacidad de todos para votar de manera informada y responsable. No necesitamos menos democracia, necesitamos una mejor democracia.
Si la oposición no se mueve, la acción renovadora tiene que ser ciudadana, con frentes claros: la sociedad organizada, la academia y las personas librepensadoras, actuando en los resquicios institucionales que sobreviven.
Primero que nada, debe impulsarse la inmunización contra la desinformación. Urge una plataforma colaborativa y abierta que en tiempo real evalúe y califique las afirmaciones de los políticos, al tiempo que se promueva en los espacios públicos el discernimiento de la verdad y el bulo. El INE puede difundir, como parte de los contenidos de educación cívica a que está obligado, el contraste de información, no la adhesión ciega a afirmaciones de servidores públicos relevantes.
Se requiere también reinventar la participación ciudadana: multipliquemos los esfuerzos para crear un portal ciudadano de compromisos públicos en el que candidatas y candidatos registren promesas medibles y sean calificados tras su gestión; exijamos audiencias públicas descentralizadas y virtuales, para que las personas legisladoras rindan cuentas directas a los electores en sus distritos; fortalezcamos los presupuestos participativos con un enfoque de inclusión real, con indicadores que midan resultados.
Asimismo, podemos y debemos emprender la defensa estratégica de la institucionalidad, a través de observatorios ciudadanos en red para monitorear y alertar sobre los retrocesos democráticos, defender al árbitro electoral con diplomacia parlamentaria: es válido para crear contrapesos externos frente a los excesos del poder interno.
La batalla por la democracia ya no puede librarse solo en las casillas un día, sino en la mente y el corazón de la ciudadanía afectada todos los días, con el objetivo de que la república democrática sobreviva a los embates que la degradan. Nuestra tarea es asegurar que el voto, nuestra arma más poderosa, no se convierta en un artefacto del pasado, sino en la herramienta informada y responsable con la que construimos el futuro.