La rabia de las hijas ha sido desde siempre, acallada. Desde la biblia y todas las enseñanzas del cristianismo, el perdón es una entidad necesaria para una vida plena y el “no juzgar a los padres” un precepto sagrado.
Pero, por dios, Juan, somos seres humanos. El juicio está intrínseco. Se llama proceso de pensamiento crítico y POR SUPUESTO que, si me tocó vivir con un padre abandónico y violento me formé una opinión de él, y no positiva, porque, ¿Cómo esperas que la opinión sea positiva si la experiencia no lo es?
Como dice una frase que leí por ahí: yo solo conté como me trataste, si eso te deja en mal, no es asunto mío.
¿Desde donde, como hijas, tenemos derecho a narrar nuestra infancia? Si la herida está abierta, la infancia sangra y se derrama, nos empapa la hijitud, la adultez y la maternidad. Es una suerte que podamos hablarlo y conectar con otras hijas que también sangran, porque entonces se vuelve una herida colectiva y menos propia, más manejable. Se convierte en algo por lo que levantarse y luchar.
Tuve hambre, muchas veces, siendo adolescente. De niña mi madre no permitió el hambre.
Imagino que el hambre adolescente de debió, en su mayor parte, a que estábamos creciendo y necesitábamos más comida. Comida no faltó, pero no era suficiente, siempre tenía hambre.
Recuerdo incluso berrinches en los que me iba a dormir sin cenar porque no me gustaba la cena y, después, a mi mamá acompañándome con un cereal del gallo a media noche.
Esa hambre no fue solo de alimento. Fue de seguridad, de un padre que me mirara, me hablara, me sostuviera. Que sostuviera también a quien de tanto sostenernos no era más que escombros.
Quería un padre que me fuera a buscar a las fiestas, alguien a quien hacerle berrinche porque quería una blusa nueva. Alguien que me corriera al novio, que llegara de sorpresa con pan dulce, que nos llevara al cine o cocinara el desayuno.
No solo no tuve uno, sino que desde múltiples lugares se aseguró de aislarme en contra de mi madre, arrebatándonos el vínculo y la compresión de nosotras mismas. Mi padre no sólo abandonó, no sólo vivió su vida, tuvo novias, se compró libros y un café mientras nosotros teníamos la comida contada, sino que se aseguró de que mi madre viviera tan sobrecargada y cansada que no tenía ganas de compartir afectos con nosotros.
El abandono de mi padre nos dejó sin madre también. La violencia activa de mi padre, durante su vida juntos, dejó en mi madre secuelas físicas (como sus dientes reventados), y emocionales, como lidiar con el abuso sexual, económico, patrimonial y emocional.
La relación con mi padre, actualmente, es difícil. Se hace cargo de mis hermanos a su manera desde hace ya varios años. Se come tres veces al día y bueno, ellos, al igual que yo, son adultos. Sobrevivimos. Mi madre no.
A mi madre se la llevó la enfermedad después de una vida de lucha. Mi padre permanece, siendo a veces fuente de consuelo, dinero intermitente, resguardo y cariño extraño para sus hijos adultos.
Pero la herida, el hambre, la mugre, la violencia heredada y la pérdida siguen ahí. ¿Cómo se ama a quien te abandonó por años mientras se regocijaba en sí mismo? ¿Cómo se construyen puentes sin ningún remedo de justicia? ¿Cómo son capaces de decirles a las que somos hijas de hombres violentos que perdonemos y sigamos adelante?
Sobrevivimos lamiéndonos las heridas, añorando algo que, en esencia, despreciamos, sobrevivimos movidas por la rabia y la denuncia, no nos pidan silencio, porque en silencio las heridas no se cierran nunca.