Cultura

Bélicos somos, bélicos morimos

  • Fosa común
  • Bélicos somos, bélicos morimos
  • Martín Rangel

Entró Peso Pluma al chat y los trombones arrebataron el protagonismo a la docerola. Esa es la primera fractura sonora que aparta el sonido de la doble P de aquel de sus hermanos mayores: los tumbados. En su ethos sigue presente la fusión entre la cultura del regional mexa post Ariel Camacho y la del trap de EEUU. En días recientes se ha hablado mucho, quizás demasiado, sobre la razón de su éxito. Hay quienes se lo atribuyen a su apariencia de hombre caucásico y a un background socioeconómico privilegiado. Pienso que en parte se debe a eso, porque así funcionan las cosas, pero también he podido verlo en vivo y doy fe de su poderosa presencia en el escenario, la potencia de su voz, y su energía. Es un desastre natural que arrasa todo a su paso, es un imán gigante que podría alterar el balance magnético de nuestro planeta. Pensé en Ian Curtis. Pensé en Iggy Pop. Llámenme loco.

No voy a contar acá lo que ya todo mundo sabe. Me gustaría, eso sí, detenerme en algo: la relación que guarda su música con la realidad que pretende retratar. Hace unos días compré el libro Los carteles no existen de Oswaldo Zavala. En los primeros capítulos expone una tesis que, tras leerla, me produjo ese sentimiento híbrido entre “nunca lo había pensado” y “tiene perfecto sentido”.

Escribe Oswaldo sobre el tratamiento mitológico que se hace de la figura del narco, de su poder, de la construcción del criminal como personaje perfecto para una novela, una serie, o un corrido. Según se lee en Los carteles no existen, esa idea fue construida por las políticas de guerra contra las drogas, para justificarlas. Y la guerra se hizo. Y el índice de homicidios en nuestro país no volvió a ser el mismo.

Los productos culturales más exitosos realizados acerca del narco en México han bebido de esa fuente. Es cierto que los narcos sobre los que cantan los corridos, así como aquellos que vemos en las series o leemos en novelas, no existen. No existen porque la idea misma de un corrido por encargo es el ensalzamiento, a través de elementos quizás reales pero modificados, de la figura de un bandido, de su legado, de su biografía. Y es curioso darse cuenta de que los responsables mismos de la catástrofe mexicana reciente son, de algún modo, autores también de la construcción mítica de un tema tabú que, a través de a cultura pop, reclama un espacio cada vez más grande en nuestras vidas. Y pasa que, con preocupante frecuencia, se diluyen las fronteras entre realidad y espectáculo.

El héroe nacional Emiliano Zapata, según Enrique Flores, mantenía a un corridista para que escribiera sobre sus hazañas en el campo de batalla. Así de viejos son los corridos por encargo. En la segunda mitad del siglo pasado la intención se torció y se empezó a cantar, como en los romances de ciego, loas a bandidos.

Luego vinieron los corridos alterados y la representación gore de la violencia. Pasó el tiempo y la cosa se relajó un poco —quizás por efecto del jarabe y las flores— y aparecieron los tumbados con sus atmósferas tan mellow, tan psicodélicos en su sonido, pero sin dejar de hablar de aquellos señores de la sierra. Hoy estamos, y así vuelvo al inicio, en la era de Hassan Kabande, en el resurgimiento de lo bélico, en el sonido marcial de los metales, en el chicotear del tololoche que remite al pulso de las metralletas. Pero, ¿tan malo será?

Los narcocorridos han experimentado, durante las dos últimas décadas, una mutación y una ebullición que cualquier género de música popular del mundo podría envidiar. Pero en el mundo real, lejos de las historias que nos cuenta Peso Pluma o Nata, las condiciones que llevan a una persona a engrosar las filas del crimen organizado siguen siendo las mismas. Y no son las canciones. ¿Cómo va a querer alguien agarrar un cuerno de chivo si esa es su último recurso para escapar de la miseria?, ¿cómo no van a admirar los niños a los narcos, si ellos han conseguido lo que prácticamente ninguna persona de clase trabajadora, sin romper la ley, puede conseguir? Ese algo es la movilidad social. Y si todo esto es incómodo, más que por una cuestión moral, es porque pone en duda la fantasía de la meritocracia que el capitalismo usa como justificación de sus horrores y sus desigualdades. Y porque toda representación artística del crimen y la desigualdad, ya sea para hacer apología o para hacer crítica, es una denuncia de su existencia. Y diría Teresa Margolles: ¿de qué otra cosa podríamos hablar? Lo verdaderamente imperdonable sería no nombrarlo.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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