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Inundación

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  • Luis Miguel Rionda

FREEPIK/RAWPIXEL.COM
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Con motivo de las lluvias extraordinarias que han caído sobre nuestro país, comparto esta síntesis de la alegoría de Vicky Baum sobre la inundación en Guanajuato capital en 1804:

“Por la mañana, una sola nube se adhirió a la cumbre de la montaña que llamaban La Sirena; era una nubecilla muy pequeña, muy compacta, muy blanca y luminosa. Se quedó suspendida allí, sin moverse y soleándose, Era tan pequeña que se la podía abarcar con los cuatro dedos de una mano colocados delante del ojo. Esa mañana el cielo estaba casi demasiado azul, era de un vulgar lapislázuli azul y el calor de la jornada resultaba penetrante, maloliente. El aire era seco, y sin embargo, pesado. La mayoría de los aljibes, en los patios de la ciudad, estaban vacíos, y las pocas fuentes públicas no habían dado agua en una semana…

“Poco después, sucedió algo con el color de la ladera. Habitualmente las altas y rígidas columnas del cacto mejicano y los grandes y lisos discos del nopal parecían recortados de latón y pintados de un verde metálico; pero ahora sobresalieron por un momento en sinuoso dibujo de amarillo solar y negro sepia, y luego rápidamente se tornaron grises, como si se marchitaran y murieran ante nuestros ojos… Una masa enorme y brutal de nubes purpúreas se cernió sobre La Sirena, empujando hacia adelante la blanca nubecilla de la mañana como valiente vanguardia… Muy lejos, quizá en Santa Rosa, se oía el leve fragor del trueno: aquello parecía un viejo que murmuraba una maldición…

“Entonces, de un solo golpe, el resplandor amarillo fue borrado del rostro de la ciudad, la noche descendió sobre nosotros y se desató la tormenta. Yo estaba sentada en el gabinete de planta baja cuando descendió la tiniebla, con un ruido y un tumulto tan tremendos como si el mundo se hubiera precipitado de improviso hacia otro planeta, reduciéndose a polvo. Aquello era el fin, el cataclismo y la destrucción final…

“Por un momento, la embravecida tempestad pareció tomar aliento y luego pude oír atormentados gritos, ventanas que se destrozaban, hierro que caía sobre los guijarros y un ruido que parecía de martillos al golpear los yunques del infierno.

“Las ventanas se rompían; afuera, la lluvia formaba un sólido muro de cristal oscuro y la plazuela se había convertido en un lago donde unas negras formas iban a la deriva hacia las anchas escaleras que bajaban al cabildo y a los edificios del gobierno. Sólo que ahora no había escaleras, sino masa de agua impetuosa, arremolinada, espumosa, que bajaba dando tumbos como sobre un saetín.

“En un acceso de seca desesperación empecé a sollozar sin lágrimas. Me vi parada, con el agua hasta las rodillas, y en el preciso momento en que la estaba mirando con fijeza el agua subió velozmente y asió con su garra helada y horrible mis muslos. Fluyó en firme y violento torrente a través de las ventanas porque en aquellos instantes el lago había subido hasta más arriba del nivel del piso, hasta más arriba del nivel del alféizar, y comenzó a inundar el aposento…”

Vicky Baum, escritora inglesa. Novela El ángel sin cabeza. Ed. Planeta. Pp. 217-223.


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