En un país donde la desigualdad se palpa en cada esquina, el crimen avanza casi sin freno y la corrupción se filtra en las instituciones, la indiferencia ciudadana se ha convertido en el veneno más silencioso y letal de nuestra democracia. No hace ruido, no marcha, no protesta. Simplemente no está y su ausencia pesa.
Mientras los titulares se llenan de escándalos políticos, crímenes impunes, colapsos urbanos y desastres naturales, una parte significativa de la ciudadanía permanece inmóvil, anestesiada por el desencanto o la comodidad. No se trata de ignorancia, sino de una renuncia voluntaria a participar, a cuestionar, a exigir. Es el “no me afecta”, el “todos son iguales”, el “esto no va a cambiar”, el “yo no me meto”. Es la normalización del desorden.
Esta apatía no es casual. Es el resultado de décadas de desgaste institucional, de promesas rotas, de una educación cívica raquítica y de una cultura política que premia la obediencia y castiga la crítica. Pero también es una elección. Porque en tiempos donde la información está al alcance de un clic, la indiferencia se vuelve complicidad.
La indiferencia también se ha instalado en los espacios escolares, donde la violencia entre estudiantes no genera alarma, sino contenido. En lugar de intervenir, prevenir o denunciar, compañeros, docentes e incluso padres, optan por sacar el celular y grabar. Las agresiones se viralizan antes de ser atendidas y el espectáculo remplaza la empatía. Esta pasividad revela una fractura ética: hemos normalizado el sufrimiento ajeno como parte del paisaje escolar. La escuela, que debería ser refugio y formación, se convierte en escenario de indiferencia colectiva.
La democracia no se sostiene con votos cada tres o seis años, sino con vigilancia cotidiana. Con vecinos que se organizan, con jóvenes que cuestionan, con ciudadanos que no solo exigen derechos, sino que también asumen responsabilidades. El silencio, en cambio, es el terreno fértil donde germinan los abusos.
Hoy, más que nunca, México necesita una ciudadanía incómoda, pero que incomode con razones y buenos argumentos. Que incomode al poder, que incomode a las instituciones, que incomode a las empresas, que incomode a las iglesias, que incomode incluso a sus propios privilegios. Porque solo desde la incomodidad nace el cambio.
Etiquetar este fenómeno como un asunto político sería reducirlo peligrosamente. La indiferencia ciudadana no es patrimonio de partidos ni de ideologías: es un problema cívico, profundo y transversal. Requiere una respuesta desde la raíz o desde las causas, que están en la familia, esta es el primer eslabón para atender las causas.
Es en casa donde se forma o se fractura la conciencia social. Padres que enseñan a ayudar al prójimo, a ser empáticos con los diferentes, a no callar ante la injusticia, a involucrarse en lo común, son el primer antídoto contra la apatía. La reconstrucción del tejido cívico no empieza en los gobiernos ni se genera con leyes, sino en la sala, en el comedor, en el salón de clases, en la conversación cotidiana. La familia tiene un rol sustantivo: también contagia valores.
Es cierto que muchas familias enfrentan dinámicas disfuncionales: violencia, abandono, desintegración, carencias afectivas o económicas. Pero estas realidades, por dolorosas que sean, no deben convertirse en excusa para justificar la apatía. La indiferencia no es una consecuencia inevitable de la adversidad, sino una elección frente a ella. Hay hogares rotos que aún enseñan dignidad, hay padres ausentes que no impiden que sus hijos sean solidarios. Lo que se necesita no es perfección familiar, sino voluntad de romper el ciclo. La disfunción no cancela la responsabilidad cívica; al contrario, debería ser el motor para construir vínculos más sanos en lo público. Si el hogar falla, la comunidad debe responder.
La indiferencia no es neutral. Es una forma de violencia pasiva. Y en un país herido, callar también mata.