La fase contra el crimen organizado que está iniciando el gobierno federal en Michoacán no estaba prevista. No todavía. El control territorial era la última etapa del ambicioso proyecto que, en líneas generales, había iniciado López Obrador y Claudia Sheinbaum ha venido modernizando y actualizando. Pero el asesinato recurrente de autoridades y empresarios locales, los últimos de los cuales han provocado una indignación generalizada (el presidente municipal de Uruapan y un conocido líder de productores de limón), ha precipitado la necesidad de quemar etapas.
Eso es una buena y una mala noticia, a la vez. Si bien en materia de combate al crimen el gobierno de Claudia Sheinbaum ha conseguido un muy meritorio desempeño en términos estadísticos o promedios nacionales, hay dos factores que concurren para generar una exasperación que obligaba a dar una respuesta. Por un lado, el efecto acumulado. Por causas vinculadas al crimen organizado ahora mueren 59 personas al día en lugar de 100, pero vienen a sumarse a una espeluznante cifra de más de 200 mil fallecidos en los últimos diez años. Gotas que derraman el vaso lleno del hartazgo.
Por otro lado, los promedios nacionales sirven de muy poco consuelo a los habitantes que viven en regiones en donde los cárteles han tomado el control de la actividad económica e inciden en el nombramiento de autoridades o en la gestión de los ayuntamientos. Peor aún, la creciente presencia de operativos y cuarteles de la Guardia Nacional y la presión de autoridades federales para poner fin a la extorsión de productores han fracturado acuerdos y desestabilizado los frágiles equilibrios, por injustos que sean, que hacen posible la vida diaria entre la población y los cárteles en muchas regiones. En otras palabras, las primeras fases de la intervención de las autoridades externas suelen tener efectos contraproducentes porque generan una respuesta hostil, fragmenta los liderazgos y pulveriza “acuerdos”. Quizá es inevitable, pero no convenía seguirlo alargando. En ese sentido, la intensificación anunciada es una buena noticia.
La mala es que la aceleración de los planes aumenta el riesgo de que la estrategia no sea exitosa. Se trataba, insisto, de la última etapa de un largo proceso. El gobierno federal habría aprendido de las experiencias frustrantes que dejaron los intentos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. En ambos casos se recurrió a un envío masivo de elementos del Ejército a Michoacán, con la intención de atestar un golpe definitivo a los cárteles que operaban en la zona. Pero se trataba de una fuerza de ocupación ajena al entorno. Meses más tarde, tan pronto como los militares salieron de la zona, los criminales reanudaron sus actividades justo donde las habían dejado.
La experiencia dejaba en claro que la llegada de una fuerza militar decisiva, para tener éxito, tenía que ser la fase última de un largo proceso de inteligencia, de infiltración, de construcción de alianzas y contactos, de convencimiento, de cabezas de playa dentro del territorio y dentro del tejido social. Las prácticas criminales están arraigadas en la actividad económica local, en redes de interés familiar, en rivalidades regionales; incluso gozan de cierta legitimidad, a partir de los valores y actitudes generados por la derrama que deja la engañosa prosperidad que el fenómeno entraña.
La estrategia de López Obrador contemplaba la construcción de una extensa red de cuarteles a lo largo de la geografía nacional (520 según el plan original), con el propósito de generar una presencia permanente de las fuerzas de seguridad. En promedio, 17 por cada entidad federativa, de tal manera que ninguna población estuviera distante de un destacamento de 80 a 200 elementos, según el caso. Se trata de un esfuerzo necesario, porque toda posibilidad de éxito de que el Estado mexicano recupere el control del territorio pasa por una presencia física permanente, particularmente en las zonas hoy perdidas.
Una medida necesaria, pero no suficiente. Lo otro, el trabajo de inteligencia, es absolutamente imprescindible, y ese apenas está en desarrollo. Sobre todo en lo que respecta al trabajo de campo. Una cosa es la identificación de redes criminales, la intercepción de comunicaciones y el monitoreo de flujos financieros; otra muy distinta la infiltración y la construcción de redes y apoyos dentro de las comunidades.
La crisis que ha estallado en Michoacán obligó a una maduración forzada de un proceso que habría requerido más tiempo. Y ya no digamos la construcción de alternativas económicas para las comunidades y sobre todo para los jóvenes, como intentan los programas sociales diseñados por el gobierno en paralelo al despliegue de tropas. Algo que puede tomar años antes de observar resultados visibles.
El gobierno de Sheinbaum ha hecho, pues, una apuesta valiente y de alto riesgo. En un buen escenario, Michoacán puede ser, en efecto, el laboratorio que permita poner a prueba una nueva estrategia, mucho más profunda y profesional, de lo que hasta ahora ha realizado el Estado mexicano. Pero arriesgada, en tanto que la prensa crítica y la comentocracia adversa, urgidas siempre de proclamar el fracaso de la 4T, festinarán con estridencia las dificultades que encuentre el desarrollo de este plan. Aún no comienza propiamente y ya lo acusan de ser una repetición de las incursiones improvisadas de Calderón y Peña Nieto, golpes de ciego a una piñata de cuyo contenido se sabía muy poco. Esta vez se está haciendo de manera diferente; por el bien del país, esperemos que los resultados también lo sean.