En los tratados medievales (en todos se da la coincidencia) se habla de la inequívoca creencia de que cada fin de milenio trae catástrofes inevitables para el hombre. La historia y la crónica han dejado testimonios irrefutables de las grandes tragedias de la naturaleza y del cuerpo: eclipses, lluvia de estrellas, sismos o metamorfosis patógenas: hombres y mujeres que sufren cambios inexplicables, enfermedades colectivas y mortales: lepra, peste, gangrena (como la que sufrió San Antonio) y otras más.
Pertenecemos a afortunadas generaciones que vimos el tránsito del milenio.
Es cierto: nadie vive para contarlo, nadie vivirá mil años para ofrecer un testimonio que incluya lo que los antropólogos llaman “historia de vida”. Pero hemos presenciado el brillo de un cometa, drásticos terremotos y misterios del cielo. También, no hay que olvidarlo, se nos han dado virtudes irrepetibles, nadie más las verá.
Aún, ahora (sí, en este 2020) no ha concluido el proceso del fin del milenio. Estos procesos no son cortes de rebanadas de queso o mantequilla. Los tiempos se acortan, habrá quienes ni siquiera tengamos la opción de esperar un mañana, un nuevo sol. Imposible: nadie asegura nada para nadie.
Particularmente, a nivel mundial y global, un virus no letal (se dice) ha llegado a nuestros cuerpos y nos ha transformado:
Si ya estábamos enfermos (enfermos, es la palabra) por la exageración de la violencia, las traiciones y los abusos de los cínicos políticos que no harán nada que no redunde en su beneficio personal, este bicho o nos ha traído neurosis, confinamiento, miedo. Imposible adivinar qué sucederá en lo próximo inmediato.
Cuando comencé a escuchar el tema en los noticiosos, pensé que se trataba de algo endémico y que quizá no tendría complicadas consecuencias. Pero a todos nos ha transformado aunque se han visto contrasentidos. El encierro mata poco a poco, los hábitos adquiridos durante años, no serán otros de un día a otro.
Tomemos en cuenta ya que el no obligado pero si aconsejable encierro que rompa la cadena de contagios no ha terminado con la violencia social. He dicho que mientras haya un sociópata armado en la calle la integridad de cualquiera peligra.
“Los ojos del mundo están puestos en México”, recuerdo ese slogan que se enviaba a través de las estaciones radiofónicas y las pantallas de las televisoras antes de la inauguración de la XIX Olimpiada de la era moderna. Han vuelto los ojos del mundo a México.
He presenciado, y lo he visto en las redes electrónicas, terribles comportamientos de personas desesperadas porque no pueden más, han sido meses ya de la malignidad provocada por ese enemigo invisible. No hay evidencia alguna de un mal o un buen manejo de la pandemia. Hay conductas relajadas que, simplemente, no acatan los protocolos, pero las hay histéricas y paranoicas.
Lo asombroso es que, desde el confinamiento, no sabemos cómo actuar.
Bien, detengámonos un poco en los dos principales escenarios o en la mezcla de ambos. El más catastrófico es el que cargan quienes han perdido empleos o, en el mejor de los casos, siguen sus labores al cincuenta por ciento de su percepción regular. Luego entonces aquellos que deben continuar porque sus áreas no se detienen, son vitales y necesarias.
De aquí valórese la cuasi nula adaptación de las familias que deben atender a varios pequeños que toman clases virtuales y cuyos padres deben cumplir obligaciones extraordinarias.
Hasta el hartazgo he oído que, a diferencia de otros países (incluyendo a los europeos o a los asiáticos), México no ha logrado aún domar la curva de la epidemia porque un porcentaje mayúsculo es propenso a otras enfermedades crónicas que facilitan el agravamiento del daño viral. Entre ellas la hipertensión, la obesidad, la inmunodepresión, la diabetes y los desajustes cardiacos. Luego los malos hábitos que serán difíciles de erradicar de un día para otro como el tabaquismo, el alcoholismo y el consumo de alimentos chatarra.
Hasta el cierre de esta edición, México ocupa, a nivel mundial, el décimo lugar de mortalidad con casi 700 mil contagios y 72 mil muertes. Cada 24 horas se reportan en promedio 5 mil casos nuevos.
La pobreza y la ignorancia tienen un lugar en el escenario de la tragedia, en el proscenio por donde trepa el inicio del milenio. En Brasil y en otros países de América Latina habíamos conocido, a través de múltiples estudios, cómo logran sobrevivir en la marginación y el hacinamiento miles de familias habitantes de los cinturones de miseria: no cuentan con lo mínimo indispensable para seguir los protocolos de higiene. En el Perú y en el Ecuador las imágenes son desastrosas al igual que en Brasil o en Nueva York: la gente muere en las calles porque no logran llegar a un servicio hospitalario. A muchos se les niega la atención: el cupo sobrepasa los límites y lo peor es que no tendrán alivio tomando paracetamol o dosis baratas de cortisona.
Agrego otro componente adicional, no por ello menos importante: la desinformación que cumple el propósito de confundir. Aquí la tecnología y sus abusos hacen lo suyo: que si el oxímetro roba la huella digital, que si el termómetro electrónico se lleva y mata las neuronas, etcétera. A pesar de todo, son pocos los que han soportado el aislamiento voluntario durante los meses que lleva la pandemia. Escuché decir a alguien “es peor que estar en la cárcel”. Lo cierto es que todos comemos, vamos por provisiones, abarrotamos los cafés para llevarse el desechable al próximo jardín. Agradecidos quienes no han sido afectados en sus ingresos y que pueden continuar apoyando a sus hijos en los cursos virtuales.
¿Y qué pasa en los lugares donde ni siquiera llega la señal de la radio o la televisión? ¿Y los canales que difunden con fallas las clases para niños que no interactúan y sólo son espectadores vacíos?
Ahora bien: los gastos cotidianos han aumentado considerablemente.
Anotan los especialistas en estos temas que la repercusión inmediata está en la economía. Sabido es.
No hay salida por ahora, no se visualiza una vacuna efectiva y no se sabe hasta cuándo. Si la hay no será para todos.
Adaptación, palabra incierta. Contagio de rebaño, todos a uno y evitar la propagación. Jóvenes sin conciencia jugando (como en la ruleta rusa) a ver quién contrae primero el virus.
Los vulnerables en el mundo entero son los hombres y mujeres que han sobrepasado una edad permisible que les permita la defensa del organismo. La adaptación es un concepto efectivo. Hemos coexistido en el entorno con virus y bacterias de índole diversa, algunas graves y mortales. Pero nada es gratuito, tengámoslo presente. Cabe aquí en la “adaptación” los modos en que la naturaleza reacciona ante las agresiones milenarias consumadas por los habitantes del planeta.
Vuelvo al inicio: aún es muy joven el nuevo milenio, apenas sí 20 años que no son nada, como lo dice el tango. Debe ser que creo en las catástrofes pero también en los prodigios que vendrán cuando termine la pesadilla.
Todo será posible pero por ahora (seguro) un bicho invisible nos ha cambiado la vida.
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