
La designación de un general para ocupar la subsecretaría de Seguridad Pública y Protección Ciudadana, en sustitución de un civil, Ricardo Mejía, quien renunció para buscar la gubernatura de Coahuila, inevitablemente será interpretada como un paso más en el camino a la militarización del país.
Antes de sacar la guadaña política para descalificar la medida y traer agua a la trinchera partisana, habría que dar cuenta de un fenómeno aún más preocupante. No solo es el gobierno federal el que está cediendo el combate de la delincuencia a las fuerzas armadas; varios gobiernos estatales de distintas ideologías han recurrido a cuadros militares para encabezar sus oficinas de seguridad pública. Y son los propios gobernadores quienes solicitan la presencia de la Guardia Nacional y del Ejército ante la imposibilidad de hacer frente al crimen organizado con los recursos policiacos convencionales.
Y si bien es cierto que hay un legítimo reclamo de parte de la opinión pública por esta militarización de las tareas policiacas, algo tendría que decirnos el hecho de que aquellos que son responsables en última instancia de la seguridad de los ciudadanos, es decir, el presidente del país, gobernadores y alcaldes, terminan acudiendo al mismo recurso. Hace un par de meses, el propio López Obrador, quien durante la campaña había prometido regresar los soldados a los cuarteles, afirmó que la realidad le había obligado a cambiar de parecer. Y es más preocupante aún, al margen de la opinión que cada cual tenga del Presidente, o para el caso, de los gobernadores, que posean un nivel de información del que carecemos los demás. Entre otras cosas porque la mayor parte de ellos asiste a una reunión diaria de información y análisis sobre el tema. AMLO ha participado en más de mil de estas sesiones y es la primera preocupación de cada uno de sus días.
Asumamos por un momento que, en efecto, la capacidad de fuego, organización y número de elementos del crimen organizado superaron desde hace rato al de las corporaciones policiacas y que las autoridades se han rendido a la constatación de ese hecho.
Añadamos que el llamado a las fuerzas armadas para hacerse cargo de estas tareas significa, de facto, la incorporación inmediata de 300 mil elementos, adicionales a los más de 100 mil de la Guardia Nacional; una fuerza que habría tomado lustros construir por la vía de la capacitación de corporaciones policiacas tradicionales. Aceptemos la posibilidad de que presidente y gobernantes estén convencidos de que no podían seguir nadando de muertito, como lo hizo la administración de Enrique Peña Nieto, a riesgo de que los cárteles y las bandas se hicieran del control de territorios, gobiernos municipales y estatales. En suma, concedamos por un instante que el llamado a los militares terminó siendo un recurso in extremis para enfrentar la metástasis que inunda al país; una metástasis que no necesariamente es percibida en toda su magnitud por la opinión pública y la comentocracia, parte de la cual, por conveniencia política, atribuye la medida a tendencias autoritarias del Ejecutivo.
Dicho lo anterior, lo que sí tendría que cuestionarse es la manera acrítica y confiada en que el gobierno ha emprendido esta entrega al buen juicio de las fuerzas armadas. Desde que el hombre vive en sociedad, toda comunidad ha debido encontrar los mecanismos para matizar, acotar y neutralizar a aquellos que detentan el monopolio legal de la fuerza física. Fuerzas armadas no es un apelativo, sino una descripción literal y están pensadas en primera instancia para defender al Estado, la patria y el territorio de una agresión. Pero salvo en países autoritarios, las tareas policiacas y la capacidad para ejercer autoridad sobre los ciudadanos les está vedado. Justamente por ese motivo en muchos países la intervención dentro de las fronteras la detenta la Guardia Civil, no los militares. E incluso en la mayoría de las democracias el ministerio de Defensa es encabezado por un civil.
Puede argumentarse, con cierta lógica, que en esos países no existe un clima de violencia de una magnitud tal que ponga en riesgo la gobernabilidad y que eso legitimaría otras medidas excepcionales. La enfermedad justificaría la severidad del remedio. Lo que no se entiende es que no se tome ninguna medida para paliar el riesgo de los efectos secundarios de tan fuerte remedio.
No sirve de nada tranquilizar conciencias asegurando que el soldado mexicano es pueblo. También lo es la base social donde se recluta la mayor parte de los sicarios, y eran pueblo los soldados que participaron en la represión estudiantil en Tlatelolco o en tareas siniestras durante la guerra sucia de los años setenta. No se trata de satanizarlos. Son seres humanos, punto. Pero son tales las atribuciones que están recibiendo y tal la desproporción a su favor en la correlación de fuerzas respecto al resto de los actores públicos, que preocupa la ausencia de medidas de precaución. Pertenecen a una institución con enorme espíritu de cuerpo, que al igual que los cuadros de un partido político o las filas clericales, suelen asumir la lealtad a los suyos y la defensa de la institución con tanto o mayor ahínco que los intereses de todos.
Si en verdad las fuerzas armadas son imprescindibles para enfrentar la violencia que nos destroza (y todo indica que las autoridades están convencidas), lo que tendríamos que estar discutiendo son los mecanismos para normar, transparentar y garantizar un alto sentido de responsabilidad en el ejercicio de estas nuevas funciones. Lejos de ello, lo que observamos es el enorme protagonismo que están adquiriendo en muchas otras tareas de la administración pública. Si bien puede entenderse que se recurra a ellos para agilizar la construcción de obras públicas, resulta difícil aceptar la entrega irreversible de la operación de tantas tareas que tendrían que seguir siendo civiles (aduanas, aeropuertos, línea área, Tren Maya, proyectos turísticos, por citar algunos). López Obrador tendría que estar consciente de que está dejando sin margen de maniobra a sus sucesores, ya no solo para regresar los soldados a sus cuarteles sino para sacarlos de la compleja tarea de gobernar, vigilar e investigar a los ciudadanos o evitar que operen con ventajas en la disputa con otros factores de poder decisiones y recursos que siempre son escasos. No se trata de un tema ideológico, ni de conservadores o progresistas, sino de realismo político y naturaleza humana.
Jorge Zepeda Patterson