Por más méritos que esté haciendo, Donald Trump no es el principal responsable de un mundo en donde el egoísmo y la inmisericordia se han instalado como políticas de Estado en contra de los más débiles. Y no es que las potencias fuesen muy diferentes en el pasado, pero al menos el abuso y de plano la maldad, no habían sido convertidos en motivo de orgullo, como sucede ahora.
Y digo que no es Trump el verdadero responsable porque el personaje no es más que producto de un profundo cambio de valores. No solo se trata de que se hayan radicalizado los sectores conservadores, que por lo general detentan el poder del dinero y casi siempre el de la política; el problema es que la agenda de la ultraderecha más intransigente y negacionista se ha convertido en el llamado “mainstream” entre buena parte de la élite y la opinión pública en el Occidente. Imaginarse a Trump o a Robert Kennedy, quien rechaza las vacunas y está a cargo del ministerio de Salud, o un vicepresidente como J.D. Vance que exuda ignorancia bíblica, serían un mal chiste hasta hace una década. Incluso la toma del Congreso por parte de hordas fanáticas de Trump hace cuatro años parecía el último estertor de un penoso capítulo de la historia. Pero hoy se está repitiendo en una versión aún más perversa. Personajes absurdos y a ratos ridículos no solo gobiernan, además lo hacen con una impunidad inaudita, contra la cual el resto de actores e instituciones políticas y económicas parecen incapaces de hacer algo.
Y no, insisto, esto no obedece a la astucia de estas figuras o a su capacidad organizativa. La clase política profesional, entre ellos los republicanos de toda la vida, o los inalcanzables dueños de las tecnológicas que dominan al mundo, han preferido doblegarse a este grupo de fanáticos y oportunistas. ¿Por qué? Esencialmente porque responden a los valores y, sobre todo, al estado de ánimo de buena parte de la población estadunidense. No hay defensa contra esto. La virulencia en las redes, los linchamientos públicos, la capacidad destructiva de la televisión y los medios que sirven a esas audiencias conforman una fuerza devastadora para cualquier institución o protagonista que intente resistir. Llámese Universidad de Oxford o Columbia, The New York Times o CNC, Amazon o Apple. Y en este reino de desinformación, manipulación y crucifixión pública la cadena Fox ha sido el factor decisivo. Es decir, Rupert Murdoch.
El magnate australiano, hoy de 94 años, creó Fox Corporation en 1986 para convertirla en la némesis de la CNN, entendiendo que había un mercado vinculado a los valores tradicionales de la población blanca, del nacionalismo estadunidense y de la supremacía del poder americano, que crecían en resentimiento frente a la diversidad, la emergencia de otros polos de poder en el mundo, o el fin de la mítica época de oro del american way of life. Contra el enfoque cosmopolita de CNN o de los espacios periodísticos de las tres cadenas, Fox apostó a la mirada obsesiva de una supuesta singularidad americana; contra el periodismo de investigación, la nota amarillista; en lugar del debate intelectual o científico, la polémica emotiva y persecutoria.
Se trataba de una fórmula que Murdoch había seguido toda su vida. Primero en Australia en los diarios heredados de su padre y luego en Inglaterra, en donde construyó un imperio a partir de la prensa de escándalo y posteriormente en la televisión. Cuando aterrizó en Estados Unidos, en los años ochenta, había perfeccionado su estrategia. La cadena Fox, con sus presupuestos ilimitados, cortinillas estridentes, su carga emotiva y justiciera a los ojos de tantos ciudadanos convencidos de padecer una suerte que no se merecían, terminó rompiendo ratings y aupando a una generación de políticos tránsfugos de cámaras y micrófonos.
La irrupción de Donald Trump y los suyos sería inexplicable sin el trabajo de zapa en la opinión pública que Fox ha hecho a lo largo de casi cuatro décadas.
Las malas noticias no se detienen allí. Hace unos días se anunció el fin del largo conflicto entre los hijos del magnate para heredar la conducción del imperio. A diferencia de la serie de televisión Succession, basada en buena medida en los últimos años de Murdoch, en la vida real se trata de la disputa entre dos hermanos, el varón primogénito Lachlan y James, y dos hermanas por lo general más cercanas a este último. Más allá de las rivalidades familiares o de personalidad, la disputa era también de corte ideológico. James había apostado por una línea editorial menos ultra conservadora y con mayor calidad de contenidos; el mayor, en cambio, nunca ha escondido su identificación con la agenda de derecha que hoy domina en la Casa Blanca. James fue capaz de mantener un litigio en tribunales para impedir la sucesión exclusiva en favor de su hermano, pero al final perdió. Todo indica que Lachlan, una versión concentrada del propio Murdoch, mantendrá el papel que Fox ha desempeñado en la entronización de esta irracionalidad política que ha tomado el poder por asalto. Lo cual llevaría a reflexionar los muchos excesos que Trump y los suyos habrán de cometer antes de que el voto mayoritario de los ciudadanos se harte y los expulse de Washington, a pesar de Fox.
Al final de su cuarta y última temporada, el desenlace de Succession fue más amable. En la vida real no tendremos ese respiro.
