No deja de ser paradójico que el presidente Andrés Manuel López Obrador haya escogido a España sobre Estados Unidos como leitmotiv para recordar los agravios del pasado e invocar al nacionalismo. Había razones históricas más que suficientes para haber apuntado las baterías contra el vecino incómodo y abusador que la geografía nos endilgó; entre otras cosas, y para decirlo rápido, porque nos despojó de la mitad del territorio. En teoría, la aversión popular a los “yanquis” suele ser más pronunciada que la que generan “los gachupines” más allá de las fiestas de septiembre. Después de todo, además de los agravios históricos puntuales, los mexicanos alimentamos el natural resentimiento que provoca el hecho de ser tan dependientes de la economía y la cultura mediática estadunidense. Dependencia que la naturaleza humana suele transmutar en envidia disfrazada de desdén. Si AMLO quería una indignación rápida y a flor de piel contra el extranjero para acentuar nuestra mexicanidad, “el gringo” era el blanco perfecto.
Más aún, el propio López Obrador, nieto de José Obrador Revuelta, originario de Ampuero, Santander, tiene razones biográficas para reivindicar la herencia española que arrastra nuestra cultura mestiza. Aún más por el hecho de que, a diferencia de la mayoría de los mexicanos, él habría estado en condiciones de optar por un pasaporte español si lo hubiera querido. Por no hablar del hecho de que, al menos en el papel, el gobierno socialista de España tendría mayores afinidades con el de la cuarta transformación que con el del conservador rabioso Donald Trump, enemigo jurado de los latinos, colega durante los primeros dos años del sexenio.
Y, sin embargo, AMLO nunca ha exigido a Washington disculpas por las muchas imposiciones y humillaciones sobre los mexicanos y su territorio a lo largo de estos 200 años. Pero encontró urgente e imprescindible solicitar un desagravio por parte de la corona española sobre lo sucedido hace 500 años.
Ahora bien, López Obrador puede ser un hombre de convicciones profundas, pero también es un mago de la realpolitik y de la necesidad inmediata. No había razones para andar haciendo reclamos a Estados Unidos en momentos en que la economía requería urgentemente la ratificación del Tratado de Libre Comercio, además del imprescindible papel que juegan las remesas enviadas a los sectores populares desde suelo estadunidense.
España no planteaba tan onerosos inconvenientes. Y probablemente juegan en el ánimo del Presidente dos motivos adicionales. Por un lado, su resentimiento contra trasnacionales españolas consentidas por regímenes anteriores, como Repsol e Iberdrola, orientadas a la generación y distribución de energía, el sector más cercano al corazón del mandatario. Justamente este lunes, AMLO hizo un pormenorizado recuento de las prebendas y los contratos leoninos recibidos por estas empresas en detrimento del patrimonio de los mexicanos. Y, por otro lado, el hecho de que su primera responsabilidad en la política fue como director en Tabasco del Instituto Nacional Indigenista a los 23 años de edad. El joven se fue a vivir al corazón de la Chontalpa durante los siguientes cinco años. Una experiencia fundante que nunca olvidaría. Habría que reconocer que en nombre del Estado mexicano el propio Presidente ha ofrecido disculpas, una y otra vez, por el maltrato a los pueblos originarios. De alguna manera asume que las culpas también estarían repartidas con los conquistadores y colonizadores que iniciaron ese maltrato.
El tema es relevante hoy, 12 de octubre, en que se celebra el Día de la Hispanidad, como se le conoce en España, o Día de la Raza como se le llamaba oficialmente en México hasta el año pasado, pues en diciembre un decreto terminó rebautizándolo. Hoy será el primer aniversario en que esta fecha se celebre con el flamante nombre de “Día de la Nación Pluricultural”. No hay noticia de que la glorieta de la Raza vaya a convertirse en Rotonda de la Nación Pluricultural o que la UNAM cambie su lema a “por mi Nación Pluricultural hablará el Espíritu”. Y aunque esto último parezca un mal chiste, no lo es tanto si consideramos que el creador de la frase universitaria fue el rector José Vasconcelos en 1921, mismo que años más tarde, ya como secretario de Educación, decretaría que el día de la hispanidad fuese designado Día de la Raza.
Los gobiernos suelen modificar los símbolos patrios e iluminar el panteón de los héroes en función de la narrativa que más les acomoda. La historia oficial se forja en bronce y no en hierro, justamente para ser modificada a partir de las necesidades del régimen.
En países con gobiernos conservadores de América Latina el 12 de octubre remite a la hispanidad y a las identidades culturales que les vinculan a los otros territorios en los que se habla español. Otros países lo han convertido en una fecha en la que se celebra el Descubrimiento o, en versión más incluyente, el Encuentro entre Dos Culturas. Los gobiernos de izquierda de los últimos años han modificado el nombre para designarlo Día de la Diversidad Cultural (Argentina), Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad (Ecuador), Día de la Resistencia Indígena, Negra y Popular (Nicaragua), Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural (Perú), Día de la Diversidad Cultural (Uruguay), Día de la Resistencia Indígena (Venezuela). Cuba de plano prefirió erradicarlo.
Supongo que al margen del discurso oficial, el 12 de octubre es invocado por cada generación según su muy particular experiencia. Para los que crecimos en Guadalajara esa fecha no remite a españoles, a indígenas o a encuentro alguno, sino a la romería de la Virgen de Zapopan, que paraliza a la ciudad. Peregrinajes, mandas y autoflagelos que invocan más que cualquier conmemoración oficial, al extraño y profundo sincretismo popular al que ha dado lugar la religiosidad impuesta por el colonizador y las prácticas paganas de estas tierras.
@jorgezepedap