Los árboles, dicen, son los pulmones de las ciudades, por su formidable poder de absorción de CO2, dióxido de carbono, y la contraparte de oxígeno que liberan. Los árboles, digámoslo así, limpian el aire. Quien vive junto a un bosque respira más oxígeno y el que se anima a cruzarlo sale del otro lado hiperoxigenado.
El escritor noruego Lars Mytting avisa en El libro de la madera (Alfaguara) de un proceso, que tiene lugar en el mismo árbol, que contrarresta su loable absorción de CO2 y que nos invita a poner en perspectiva no solo las bondades de los árboles, sino de cualquier ente que nos parezca decididamente bueno, solo porque ignoramos la parte negativa que irremediablemente sustenta esa bondad. Cuenta Mytting que cuando un árbol muere “emite los mismos gases que atrapó en su día”. Todo ese CO2 que no respiramos gracias a su intervención lo regresa de pronto al exterior para que, ahora sí, lo respiremos.
El árbol nos limpia el aire mientras vive pero, cuando muere, nos regresa toda la polución que absorbió, lo cual, siendo justos, sí que lo sitúa entre las criaturas bondadosas porque su fase tóxica esta fuera de su control, le llega después de muerto, como por otra parte le pasa a cualquier cadáver.
Al margen de la bondad y la toxicidad del árbol, me gustaría detenerme en esa especie de vida que sigue palpitando dentro de la materia inerte, como sería la de un árbol muerto. Hay árboles que viven treinta años y otros que duran vivos varios siglos; los más longevos purifican el aire durante varias generaciones mientras que los de vida corta son capaces de oxigenar a una persona y treinta años después devolverle todo el CO2 que le habían ahorrado. La devolución del CO2 no se hace al contado sino a largo plazo, como si el árbol fuera desoxigenando lentamente el entorno que en su día oxigenó.
Tiene uno la tentación de imaginar que al árbol le sobrevive su espíritu si se piensa en esta actividad póstuma, que es propiamente una devolución, pero también si se piensa en la evidencia (desde el punto de vista materialista, claro) de que la materia y el espíritu son uno y el mismo.
Y ya puestos en el espíritu de las cosas, y suponiendo que el árbol muerto sea una cosa, ¿qué pasa con los muebles de madera? Los muebles no se hacen de árboles muertos sino de árboles asesinados y, en este caso, ignoro cuanto tiempo tarda en liberarse el CO2, el libro de Mytting ya no se interesa por la metafísica del árbol, y además los muebles llevan siempre ceras, barnices o pinturas que trastocan la madera.
Sobre el espíritu de las cosas, ese efluvio misterioso que sale de las cosas inanimadas, se ocupa brevemente el filósofo español Ismael Grasa, en su hermoso libro La hazaña secreta (Turner). El título sale de una inquietante cita de Ramón Gómez de la Serna que nos invita a la modestia: “No hay más que la hazaña secreta, la aventura del atardecido”. El filósofo sugiere a sus lectores que amueblen su casa de manera práctica, con piezas baratas o caras, pero que siempre procuren incluir un mueble antiguo que haya pertenecido a otra persona y que después pueda heredarse. Un mueble antiguo y resistente que puede ser algo sencillo como “una lámpara o el pie de un macetero”. A partir de aquí el filósofo define la función de estos muebles: “Son pequeñas cosas por las que respira el transcurso de las décadas. Porque las casas no solo deben ventilarse de vez en cuando abriendo los balcones, sino que parecen exigir también aliviaderos por los que fluyan el tiempo y las generaciones”.
De manera que un mueble antiguo dentro de casa es el aliviadero, la salida que tienen el tiempo y las generaciones anteriores que siguen palpitando dentro de la cómoda, del trinchador o de la cajita de música. Ese tiempo y esas generaciones que llenan el comedor con sus efluvios, son al mueble lo que el CO2 es al árbol muerto.
Más adelante abunda el filósofo: “En toda casa debería haber también algo recogido de la calle o de la basura”. Esta idea ya merece otro tipo de consideraciones, porque quizá ese objeto ha estado una larga temporada en la basura y, en lugar del tiempo y las generaciones, de lo que va a aliviarse, en la esquina de una habitación, es de algún efluvio inmundo, o pernicioso en el caso de que venga de la calle.
Consideraciones aparte, la idea que interesa es la de esa vida secreta que llevan las cosas en su interior, los muebles antiguos en este caso, que son representantes, y aliviaderos, de otro tiempo, y que seguramente consuenan, ¿dialogan?, con otros aliviaderos de otras casas, hasta formar una realidad paralela que sale de un arcón para meterse en un chifonier.