Los 49ers se han caracterizado en los últimos 40 años por poseer grandes quarterbacks, legado que inició en 1979 cuando San Francisco reclutó en tercera ronda, procedente de Notre Dame, a un espigado pasador que no llamaba mucho la atención de los buscadores de talento.
Se trataba de Joe Montana.
Antes de Montana, los Cincinnati Bengals seleccionaron a Jack Thompson; los New York Giants, a Phil Simms; y los Kansas City Chiefs, a Steve Fuller.
Solamente el número 11 de los neoyorkinos pudo destacar; los otros dos fueron jugadores sin pena ni gloria que se perdieron entre el montón.
Bill Walsh, en ese entonces, tenía un buen quarterback en la persona de Steve DeBerg; sin embargo, no era ni por mucho un equipo contendiente.
Era un equipo de media tabla, pero que, con el liderazgo de Montana, en dos años pudo llegar a su primer Super Bowl y, de paso, hacerlo cobrar venganza a Cincinnati por no haberlo seleccionado en el número 3 del Draft.
Walsh y Montana establecieron y crearon un sistema muy efectivo de juego llamado “West Coast”, basado en pases cortos y efectivos, utilizando a sus running backs y ala cerrada.
Esta estrategia les permitía establecer ofensivas sostenidas que consumían el reloj de manera permanente. Dicho sistema sigue siendo muy socorrido en la actualidad y ha hecho campeones a muchos equipos.
Además de Montana, San Francisco tenía muy buen talento a su lado, comandado por Jerry Rice, el mejor receptor en la historia; además de John Taylor, Roger Craig, Tom Rathman, Jesse Sapolu, Bret Jones y compañía, grandes jugadores que no volvieron a brillar como lo hicieron con los gambusinos.
Montana se caracterizó toda su carrera por tener un temple de acero.
Si bien no poseía una fortaleza física significativa, mentalmente sí era el más fuerte de su época: en los momentos en que la presión era mucha, era cuando mejor jugaba, y lo hacía de manera magistral.
En el segundo Super Bowl en que se enfrentaron a Cincinnati, cuando quedaban dos minutos en el reloj y debían recorrer 92 yardas para ganar el partido, se tomó las cosas con tanta tranquilidad que en la primera jugada de la serie ofensiva les dijo en la reunión a sus compañeros que en la primera fila se encontraba el actor John Candy, lo cual relajó a todos y les puso los pies sobre la tierra.
El resto es historia.
Montana no tenía el mejor brazo; tampoco era el mas rápido para correr el balón.
Sin embargo, cuando decidía correr, lo hacía muy bien, con gran visión de campo y justo en el momento exacto.
Lo que sí tenía Montana era una precisión impresionante con sus envíos; difícilmente equivocaba un pase y siempre lanzaba con ventaja para su receptor.
Durante su carrera, Montana fue afectado severamente por las lesiones: le fracturaron diversos huesos, le dañaron un pulmón y las costillas, sin mencionar las múltiples conmociones que sufrió. Basta con se busque en YouTube un video de una conmoción provocada por un golpe que le dio Jim Burt, de los New York Giants, donde lo sacan del terreno de juego caminando de lado y sin conciencia, totalmente fuera de este mundo.
La última jugada que tuvo vistiendo el uniforme de los 49ers fue en un partido de postemporada, donde lo vuelven a lesionar de gravedad; en esta ocasión fue Jim Marshall quien le dio un brutal golpe por el lado ciego y le quebró un dedo, además de algunas costillas y daño a un pulmón, con lo que cerró una brillante etapa con el equipo de sus amores.
Para entonces, los 49ers ya habían decidido jugársela con Steve Young, un pasador también de primer nivel y quien era más joven que Montana; por lo que el veterano salió por la puerta grande y firmó como agente libre con Kansas City Chiefs y su entrenador Marty Schottenheimer.
Con los Chiefs, Montana mostró que le quedaba gas en el tanque. Tuvo buenas temporadas y se quedó incluso a un juego de regresar al Super Bowl en 1994, cayendo en el Wild Card ante los Miami Dolphins.
Si bien muchos de los récords de este quarterback ya fueron superados por Brady y muchos jugadores, nadie ha sido mejor que Montana para disputar partidos de campeonato, en los que mostró un temple y elegancia para jugar que jamás se ha visto en ningún otro elemento que haya pisado el emparrillado.