Leí a José Lezama Lima con fervor. Y aún lo releo. Claro: releo Paradiso -su novela cumbre, señera- y Opiano Licario.
Nunca llevé el curso órfico, pero el azar, que es dadivoso, diría Borges, me puso en contacto con uno de sus discípulos más notables: Manuel Pereira.
De quien recuerdo con nitidez una de sus frases consentidas: “el exilio me humilló tumbándome la techumbre”, frase referida a la pérdida del pelo.
En portugués distinguen -creo yo que con razón- el pelo (en la cabeza) y el cabello (en todo el cuerpo). Aquí me detengo.
De Lezama recuerdo con gratitud insomne tres frases. La primera: “acérquese a los amigos por apetito, y aléjese por empalago”.
La segunda me pega donde me duele y es ésta: “yo empecé a envejecer el día que murió mi madre”.
Y la tercera se la escuché a mi entrañable amigo y hermano Alejandro González Acosta, y es ésta (porque a Lezama no le gustaba viajar en avión): “pensar que entre el tiempo y la eternidad media una delgada -delicada- lámina de metal me aterra”.
Todo en Lezama Lima es sabio y certero.
También recomiendo fervorosamente su poema cuyos versos inaugurales son: “la contradicción de las contradicciones/la contradicción de la poesía”. O cuando Silvio Rodríguez le dijo “yo sólo soy un hombre con una guitarra”. Y Lezama ripostó: “¿le parece poco?”.
Eran tres de Lezama Lima, el demiurgo de La Habana, Cuba, pero ya fueron cinco. ¡Ah!