Charles Simic ha muerto. El escritor serbioestadunidense deja una obra poética extraordinaria y una batería prosística de primera línea en el mundo, sin exageraciones que valgan. Gamés caminó sobre la duela de cedro blanco de su amplísimo estudio y llegó a un librero en donde se alineaban estos libros que pueden encontrarse no sin algunas dificultades en las librerías: Picnic nocturno (Valparaíso ediciones, 2018), El lunático (Vaso Roto Poesía, 2017), El mundo no se acaba (Vaso Roto Poesía, 2013), La vida de las imágenes. Poesía selecta (Vaso Roto, Umbrales, 2017), Libro de dioses y demonios (Valparaíso ediciones, 2021), Una mosca en la sopa. Memorias (Vaso Roto, 2010), Desarmando el silencio (Rama del Paraíso, 2006), Días cortos y largas noches (Valparaíso ediciones, 2017), Si la suerte le ha fallado (Cal y Arena, 2015), El flautista en el pozo. Ensayos Escogidos 1972-2003 (Cal y Arena, 2011). Esto es lo que Gil ha leído de Simic. Al menos en dos ocasiones ha traído a esta página en tabletas y cápsulas trozos de esta obra notable. Volvamos entonces a Simic.
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El poema que quiero escribir es imposible. Una piedra que flota.
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Mi ambición es arrinconar al lector y hacer que piense e imagine de manera diferente.
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Tendencias contradictorias cuando se trata de hacer un poema: dejar las cosas como son o volver a imaginarlas; representar o volver a realizar; exponer o aseverar; artificio o naturaleza, etcétera, etcétera. Al igual que la vaca el poeta debería tener más de un estómago.
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Poema: un teatro en el que uno es la sala, el escenario, los decorados, los actores, el autor, el público, el crítico. Todo a la vez.
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Mi tema es la poesía en tiempos de locura. Allá afuera hay gente que tiene los medios para asesinarnos a mí y a todos los que amo sin previa advertencia. Todos estamos en la fila de ejecución. Cada día, cuando leo los periódicos y miro la televisión me angustia la posibilidad de que no llegue nuestro indulto, que nuestra situación sea terriblemente incierta, ambigua y poco envidiable. No digo "seria", porque también hay algo de risible en nuestro predicamento. Quiero que la poesía refleje toda esta variedad de contradicciones.
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Todo sería muy sencillo si pudiésemos controlar nuestras metáforas. No podemos. Lo mismo es verdad respecto de los poemas. Podemos comenzar creyendo que estamos recreando una experiencia, que estamos intentado una mímesis, pero entonces el lenguaje toma las riendas. De pronto las palabras piensan por sí mismas. Es como decir, "quería ir a la iglesia pero el poema me llevó a las carreras de galgos".
Cuando eso me pasó por primera vez estaba horrorizado. Me tomó años admitir que el poema es más listo que yo. Ahora voy a donde él quiere ir.
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Heidegger dice que jamás comprenderá propiamente qué es la poesía mientras no entienda qué es el pensamiento. Luego añade –lo que es aún más interesante– que la naturaleza del pensamiento es otra cosa que pensar, otra cosa que querer. Es a eso "otro" a lo que la poesía le pone trampas para cazarlo.
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Escribir es siempre una burda traducción en palabras de lo que no tiene palabras.
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Puede ser que el poeta desee contarnos acerca de su vida. Unas pocas imágenes de un momento fugaz en el que estuvo feliz o excepcionalmente lúcido. El deseo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta quiere recuperar un rostro, un estado de ánimo, una nube en un cielo, un árbol al viento, y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en el que como lector uno se reconoce a sí mismo. Los poemas son fotografías de otras gentes en las que nos reconocemos.
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Uno quisiera decir algo acerca de la época en que vive. Toda época tiene sus injusticias y sufrimientos inmensos y la nuestra difícilmente sería una excepción. Hay que enfrentar la historia de la vileza humana y todos los días tenemos nuevos ejemplos en qué meditar. Vivimos en una época en que hay cientos de maneras de explicar el mundo. Todo es creído: todo tipo de religiones y todo tipo de especulación científica. Acaso la tarea de la poesía sea rescatar algo auténtico del naufragio de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos.
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Como todos los viernes, Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que soporta el Glenfiddich 15, Gamés pondrá a circular el poema de Simic: “Sandías: Budas verdes / En el quiosco de las frutas. / Nos comemos la sonrisa / Y escupimos los dientes”.
Gil s’en va