Sensible que soy. Comprometido que ando, también me cautivó ver a nuestro Presidente a los pies de la estatua de Abraham Lincoln.
Como todos, me quedé igual de obnubilado con esa imagen. Qué digo: hechizado.
Y la miraba y miraba y miraba. La miraba de arriba abajo. De abajo, arriba. De abajo, arriba y adelante. Embelesado.
La fijaba y fijaba en la memoria visual con tal ahínco como para no derruirla jamás de mi campo de imágenes pétreas, máxime en estos tiempos que las estatuas y nichos de antiguos próceres están en franco declive cuando no a punto de ser demolidas a golpes de revueltas públicas o martillazos en solitario.
Y la miraba y miraba. Ahí estaba nuestro Presidente de espaldas, bien trajeado, erguido y con la cabeza hacia arriba tal como cuando miramos a los Cristos en las catedrales. E imaginé la vista, detenida, absorta, de nuestro Presidente hacia el héroe patrio estadunidense reconociendo en él al gran tribuno liberal que representa, viste y calza.
Después pasé revista a sus diversos discursos, cena y demás imágenes de la visita de nuestro Presidente hasta Washington para saludar y acordar con su homólogo Donald Trump. Y, al mirarlos, observé en ellos la misma actitud de complicidad y embeleso que antes se había registrado en la imagen de nuestro Presidente con la estatua de Lincoln.
Comprometido que ando, los confirmé unidos, idílicos, en sus apoyos e intercambios. Derrochando métodos propios de marketing para campañas en puertas, capitalizando los disensos, imaginando mundos futuros, saboreando votos, festejando reelecciones. Apoyos mutuos, como buenos cristianos de hoy.
Sensible que soy. Pasé a deletrear sus cánticos: “Quise estar aquí para agradecerle al pueblo de EU, a su gobierno y a usted, presidente Trump, por ser cada vez más respetuoso con los paisanos mexicanos. Nunca ha buscado imponernos nada que atenta a nuestra soberanía”, le dijo nuestro Presidente al anfitrión. Y aquél, en reciprocidad, a sus convidados: “es el mejor presidente que han tenido. Es duro, audaz. Y quiere mucho a su país”.
Pero luego, caí en la cuenta: la hipocresía, como la mentira, es vulgar. Y no pude dejar de recordar al buen de Azorín que recomendaba, especialmente al político en sus giras, que “sea entendido con los entendidos, pero opaco y vulgar con los opacos y vulgares”.
Bien decía que no es de entendimientos sutiles y ponderados el hacerse admirar en un concurso de hombres vulgares de miras, creencias, prejuicios y gobernanzas. Salvo, claro, que sean de la misma hechura y madera.
Lo que se recomienda es dejar las galas del ingenio para cuando con perfecta paridad, de igual a igual, se pueda competir en las reuniones y asambleas de los doctos. Es verdad que el político tendrá que viajar muchas veces, nos advertía Azorín, pero no debería pretender en estas ocasiones ganar admiraciones y simpatías deslumbrando.
El político, el artista, el poeta, el periodista, el cantante —y añádase al empresariado en turno— serán invitados muchas veces a giras, fiestas y ágapes más bien que por su persona, para que tal visita, fiesta o cena tenga un aliciente con su ingenio o habilidad. Siguiendo al buen de Azorín, en tal caso el político ha de ser cauto, y ya que le han hecho ir de la misma manera que se llevan plantas o tapices, sea tan vulgar como todos. Es decir, que no dé muestras de su ingenio, ni use de su inspiración, ni, si es posible, cante o declame, como esperaba el que lo invitó.
@fdelcollado