
Los arqueólogos contemplan con creciente asombro nuestra prehistoria. Entre los restos humanos de hace doscientos mil años, se han encontrado fósiles de adultos con malformaciones óseas, sordera y otras anomalías graves. ¿Cómo pudieron sobrevivir e incluso llegar a viejos? Los análisis revelan que, aunque no podían participar en las cacerías, disfrutaron la misma dieta cárnica de los demás, y fueron enterrados respetuosamente. Los expertos concluyen que aquellos homínidos con discapacidad recibieron cuidados especiales desde la niñez para que no quedaran atrás. Cuando fue necesario, el grupo hizo esfuerzos por compensar sus diferencias y sus necesidades.
Las lecturas más descarnadas de la lucha por la supervivencia insisten en nuestra naturaleza competitiva y en los comportamientos despiadados. Pero estos hallazgos prehistóricos demuestran que el afán de proteger estuvo en nosotros desde el principio, incluso en las épocas más implacables. Dentro de la tribu ya existía la solidaridad hacia los dependientes. Hoy, más allá del azar del nacimiento, todos entrelazamos nuestras vidas con un prójimo remoto. El esfuerzo colectivo por crear redes de apoyo, que socorran a extranjeros y desconocidos, no va contra nuestros instintos, solo los ensancha. Porque en el clan extendido del mundo global, también el otro es uno de los nuestros.