Nuestra agitada conversación parece obligarnos a tomar partido entre bandos opuestos: si queremos más a papá o a mamá, si somos de letras o de ciencias. En un mundo de infinitos matices, esas antítesis artificiales son peligrosas. Nos hacen creer que los alumnos inteligentes no deberían malgastar sus capacidades estudiando humanidades y que, en cambio, las asignaturas de ciencias responden a las necesidades del mercado laboral. Esas falacias arrastran a chicos con buenos expedientes hacia carreras que no les gustan y crean inseguridad entre quienes, contra viento y marea, eligen el itinerario de letras o artes.
La frontera entre ciencias y letras es arbitraria. Para los antiguos griegos solo existía el territorio común del saber y el obstáculo único de la ignorancia. Los primeros filósofos fueron físicos y el gran Aristóteles era biólogo. Los pitagóricos descubrieron el latido matemático oculto en la música y el escritor romano Lucrecio expuso en versos apasionados la teoría de los átomos. El antagonismo actual entre las dos culturas es irreal: necesitamos ecuaciones y poesía. Nadie está más listo para elegir el cálculo o la historia. Las metas de los científicos y los artistas son las mismas: comprender el mundo, derribar prejuicios, hacernos libres. Por eso, deberíamos dejar de tomarnos estas divisiones al pie de la letra ya ciencia cierta. _