Alejandro Encinas, fungiendo de vocero de la Comisión que investigó el caso Ayotzinapa, soltó sin ambigüedades: fue el Estado. La parroquia obradorista aplaudió sin cesar. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador había logrado lo prometido: demostrar que el asesinato y desaparición de los normalistas de Ayotzinapa fue un crimen de Estado. No importa si la investigación tiene muy pocas novedades en comparación con la peñista “verdad histórica”. No importa si el grueso de la investigación está testado y, por lo tanto, es inaccesible para la ciudadanía. Lo verdaderamente relevante es que Encinas dijo lo que tenía que decir. Sucumbió y abrazó la propaganda política.
Un crimen de Estado no es la corrupción de policías municipales o incluso la pasividad de las fuerzas castrenses. Cualquier diccionario jurídico o de Ciencia Política define el crimen de Estado como una operación de las esferas más altas del Estado para eliminar a quien pone en riesgo alguna función, actividad, interés o atribución del propio Estado. Es una amenaza frente a los intereses del Estado. La Matanza de Tlatelolco fue un crimen de Estado. La juventud que se manifestaba en la Plaza de las Tres Culturas ponía en riesgo la realización de los Juegos Olímpicos de 1968. El Estado decidió atacar y eliminar una amenaza política. Si no hacemos esa diferenciación, cualquier delito cometido por un servidor público sería un crimen de estado. Es un despropósito.
En este mismo sentido, no hay en ninguna investigación, ni del Gobierno anterior ni del actual y menos del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que apunte en esta línea. Por lo tanto, “fue el Estado” ha sido una consigna muy popular luego del 26 de septiembre de 2014, pero que no tiene ningún sustento jurídico.
Otra cosa es que el Estado -ahí sí- se haya confabulado para eliminar pruebas, salvar al ejército y proteger al Gobierno Federal. Sin embargo, son dos temas diferentes que en muchas ocasiones se entremezclan. La investigación que presentó el señor Encinas sí sostiene que la verdad histórica fue una invención del Estado para cerrar la investigación. Con responsabilidades particulares de individuos apellidados Blanco, Harfuch, Murillo o Aguirre. Incluso, la Comisión narra una presunta reunión entre altas autoridades del Estado Mexicano para elucubrar el montaje. Y dijo “presunta” porque no hay pruebas contundentes y algunos de los implicados la han desmentido, entre ellos el zar de seguridad de la capital, Omar García Harfuch. Así, lo sucedido en la noche del 26 de septiembre sigue siendo una operación del crimen organizado en connivencia con corruptos policías municipales. Sin embargo, no hay ningún indicio que apunte a una operación estatal para desaparecer y asesinar a los normalistas. El Estado no desapareció, aunque todo indica que sí encubrió.
La ausencia de resultados concretos en la investigación fue tapada con masivas capturas de presuntos implicados en la matanza. Desde militares hasta policías municipales e incluso el ex procurador Jesús “M”. Como sociedad reaccionamos positivamente frente al punitivismo. Luego de décadas de impunidad, las ganas de revancha nos llevan a validar cualquier proceso que lleve a funcionarios o políticos a prisión. El problema es que al menos una de las tres acusaciones contra el ex procurador es totalmente desproporcionada. Es perfectamente posible que Jesús “M” haya tolerado la tortura y que haya utilizado su poder para torcer la investigación, pero es imposible sostener que él es el responsable de la desaparición forzada de los jóvenes.
Lo lamentable es que parece que navegamos del montaje de una parte de la verdad histórica a la fabricación de una verdad política que busca darle la razón al presidente y a su base de simpatizantes. Más que el compromiso con una versión verosímil de lo ocurrido, lo que tenemos es una serie de hechos que son metidos con calzador para que embonen en la narrativa oficial. Leí todo el documento de la Comisión y sé que es exhaustivo; no obstante, la propaganda de Encinas y el Gobierno de México poco tiene que ver con los hallazgos de la investigación. Más allá de si fueron desaparecidos en el Basurero de Cocula o en un río, si estaban juntos o separados, el fondo es que fueron asesinados por grupos del crimen con el apoyo de policías locales. La famosa verdad histórica llegaba a una conclusión similar.
En tiempos de auge de la llamada “posverdad”, la ciudadanía debe exigir investigaciones concluyentes, con pruebas y que separen los hechos de la diatriba política. La posverdad es la distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Encinas claudicó y prefirió la propaganda antes que la verdad. Prefiero la victoria política del presidente antes que la verdad jurídica de lo ocurrido. Lástima, otra oportunidad perdida.
Enrique Toussaint