
Los poetas románticos temían la decrepitud mucho más que la muerte y su empeño por no dejarla llegar se ha prolongado hasta nuestros días, con relevos generacionales que enarbolan el mismo ideal fáustico. Lord Byron, el cabecilla inglés de esa y otras revueltas, es un contemporáneo de todos los jóvenes rebeldes y hedonistas que anhelan beberse la vida de un solo trago. A estas alturas quizá tenga pocos lectores en los países anglosajones, y menos aún en el mundo hispano, pues cultivó un género híbrido —el extenso poema narrativo, a medio camino entre la sátira y la épica—, desplazado más tarde por la novela, pero la figura mítica que creó, o más bien, la que los demás crearon en torno suyo, sigue siendo un modelo de conducta para millones de jóvenes. La modernidad sería incomprensible sin él, pues inauguró ideales políticos y existenciales que siguen atrayendo a miles de jóvenes: el compromiso político del artista, el apoyo a la emancipación a los pueblos colonizados, la indefinición sexual asumida con ánimo provocador, el cosmopolitismo apátrida, la búsqueda de experiencias alucinantes en países remotos, y por encima de todo, el rechazo a la obligación de sentar cabeza en la madurez.
Fallecido a los 36 años en Missolonghi, una isla griega insalubre y pantanosa donde había desembarcado a la cabeza de un pequeño ejército pagado por él mismo, con el que esperaba liberar a Grecia de sus opresores turcos, Byron no pudo morir en combate, como hubiera querido: lo mató una infección pulmonar que le contagió su mascota, el bulldog Moretto. La melancolía pudo contribuir a matarlo, pues como escribió en uno de los poemas hallados entre sus papeles. “Si extrañas tu juventud, ¿para qué vivir? Aquí está la tierra de la muerte honorable”. Según su biógrafa Fiona MacCarthy, lo habían sumido en la depresión los desaires de un joven alférez, el efebo griego Lukas Chalandristanos, de quien se enamoró perdidamente durante la travesía a Missolonghi (véase Byron, Life and legend). Seductor irresistible de hombres y mujeres, con un palmarés de conquistas comparable al de Casanova, hasta entonces Byron no había conocido a nadie que se le resistiera y atribuyó ese fracaso a los primeros estragos de la vejez.
Pero algunas claves espigadas en sus poemas indican que desde años atrás ya se consideraba un viejo prematuro, no por el peso de los años, sino por la erosión repentina que lo marchitó desde la niñez, cuando vivió a destiempo algunas experiencias traumáticas. “Los momentos, no los años, araron surcos en mi rostro”, declara el protagonista de Don Juan, un alter ego del poeta, y en una carta a su amiga Lady Melbourne recapitula: “Ignoro cómo han sido las vidas de otros hombres, pero no puedo concebir nada más extraño que la época más temprana de la mía”. Se refería, según MacCarthy, a dos vejaciones que padeció en la infancia, cuando fue seducido por una de sus niñeras y más tarde, por Lord Grey, un cínico pretendiente de su madre.
Condenado a la precocidad, a partir de la adolescencia empezó una carrera de erotómano que incluyó un incesto con su media hermana Augusta, idilios culposos con varios compañeros de colegio, adulterios con aristócratas de la corte (una de ellas, Caroline Lamb, lo amenazó con suicidarse si la abandonaba) y un sinfín de orgías en los bajos fondos de Londres que lo obligaron a exiliarse para siempre cuando su primera y única esposa, Annabella Milbanke, descubrió con horror que se había casado con un libertino. Para entonces ya era el poeta más famoso de Inglaterra y al salir del país, los diarios amarillistas lo compararon con Enrique VIII, Calígula, Nerón y Heliogábalo. Nunca volvió a su patria, donde la homosexualidad se castigaba con pena de muerte y a veces, la turbamulta linchaba a los condenados en el trayecto al patíbulo. A los 36 años acumulaba siglos de libertinaje: tal vez por eso aceptó con resignación que le había llegado su hora.
Oscar Wilde, un alma gemela de Byron que sufrió un linchamiento idéntico en la época victoriana, escribió en De profundis que su antepasado “fue una figura simbólica de las pasiones de una época y del cansancio de esas pasiones”. La autopsia que le hicieron en Missolonghi confirma ese diagnóstico, pues reveló todos los signos de un hombre de muy avanzada edad, con un corazón más grande de lo normal, pero flácido: el corazón de un viejo. La lozanía exterior del cadáver contrastaba con su decrepitud interna. Quizá Wilde pensaba en ese contraste cuando escribió El retrato de Dorian Gray, cuyo nombre es casi idéntico al del lord que pervirtió a Byron. La vejez invisible quizá horrorice a los moralistas, pero hay algo peor que padecer el cansancio de las pasiones: no haberlas vivido nunca. Tal vez por eso se ha masificado el estilo de vida impuesto por esos dandis.