
El temperamento sanguíneo del género humano tiende a contaminar las emociones puras. Aunque el cristianismo pretende alzar una muralla entre el cuerpo y el alma, las plegarias religiosas y los poemas de amor emplean desde tiempos inmemoriales el mismo repertorio de metáforas, tal vez porque el fervor es incompatible con el pensamiento abstracto. Nadie ha logrado delimitar las fronteras del amor profano y el amor divino, dos afluentes del mismo río que mezclan sus aguas a pesar de los diques erigidos para separarlas. Desde la Edad Media, los monjes transformaban “a lo divino” las letrillas amorosas de los trovadores y la poesía española elevó a grandes alturas la descripción del éxtasis místico, una especie de orgasmo espiritual, con palabras muy similares a las que podría musitar entre jadeos una amante apasionada. Santa Teresa imploraba la muerte para cumplir su anhelo de entregarse a Cristo, y en el Cántico de San Juan de la Cruz, el alma es una doncella que sale de noche en busca de su amado para hacer el amor a la orilla de un río.
Ninguno de los dos inventó ese tópico: ya existía en el Cantar de los cantares, y las poetas de la India lo cultivaron en épocas más remotas aún, como podrán comprobar los lectores de La locura divina, la excelente antología de poesía mística hindú traducida y compilada por Elsa Cross. A mediados del siglo XIX, Charles Baudelaire y su discípulo Jules Laforgue introdujeron una malévola novedad en esa tradición milenaria: erotizaron con intenciones blasfemas el lenguaje de la liturgia católica. En esa tarea los secundó un poeta mexicano católico hasta las cachas: Ramón López Velarde, un solterón enamoradizo que soñaba con seducir a las beatas de pueblo y tal vez por eso logró una conjunción inusitada entre la poesía erótica y el fervorín.
Los evangelizadores que llegaron a México en el siglo XVI nunca dieron alas a la concupiscencia. Recurrían a los eufemismos cuando condenaban las transgresiones sexuales de los aborígenes, pero el eufemismo es una fuente de metáforas involuntarias, que pueden ir cambiando de significado al correr del tiempo. Fray Bernardino de Sahagún reprobó la poligamia de los nobles mexicas, la homosexualidad masculina, el escandaloso prestigio social de las prostitutas caras y otras depravaciones que atribuyó al influjo del demonio, pero como la decencia le impedía ser explícito, en algunos pasajes de su benemérita enciclopedia llama al coito “conversación carnal”. Cuando me topé con esa metáfora pensé que el pudor del sabio franciscano le había puesto una zancadilla, pues en vez de reprobar el amor ilícito, lo embelleció con un hallazgo poético digno de López Velarde.
Seguramente Sahagún quiso decir algo diferente a lo que entendemos los lectores contemporáneos, pues en el siglo XVI, “conversación” era un cultismo de reciente ingreso en la lengua castellana. Corominas fecha el primer registro de la palabra en 1483, cuando todavía conservaba el significado del latín conversatio: la acción o el efecto de permanecer vinculado a un lugar o a ciertas personas, algo parecido a lo que ahora llamaríamos “vida comunitaria”. La palabra se deriva del verbo vertere (girar, dar vuelta), cuyos derivados (verso, universo, convertir, divertir, etc.) forman una numerosa familia semántica. Sahagún se refería, pues, al trato cotidiano entre dos personas, no precisamente a la charla. Plutarco emplea el vocablo con el mismo sentido en sus Vidas paralelas, cuando refiere que la virtuosa Cornelia, madre de los Gracos, “se privó durante mucho tiempo de la conversación con los hombres”. Pero en este caso, la evolución del español mejoró la metáfora, pues ahora parece que el fraile se tomó la licencia de atribuir al cuerpo funciones propias del intelecto, aboliendo sin querer la nefasta división del cuerpo y el alma que la moral judeocristiana se obstina en imponer al género humano.
La idea de que los órganos genitales hablan y su diálogo es el origen de la vida evoca los poderes del Verbo Creador del Génesis, que hizo la luz al nombrarla. El idioma, en este caso, produjo una revelación mística de primer orden, que desborda los preceptos del catecismo. El coloquio del instinto busca un éxtasis donde se alcanza, tal vez, el mayor grado de entendimiento entre dos personas. Nada muestra con más claridad las limitaciones del lenguaje hablado que la elocuencia de la carne. Su empeño por comprender y ser comprendida sugiere que hay una forma de comunicación animal superior a la charla, pues como dijo el poeta brasileño Manuel Bandeira: “El alma es lo que estropea el amor/. Sólo en Dios puede encontrar satisfacción, / no en otra alma/. Las almas son incomunicables. Deja a tu cuerpo entenderse con otro cuerpo/. Porque los cuerpos se entienden, pero las almas no”.