Cultura

Bufones mercenarios

El arte contemporáneo es inmune a la sátira porque la dictadura del esnobismo y la sobrevaloración de ocurrencias provocadoras lo han vacunado contra el ridículo. Desde que los artistas venden conceptos y no obras, cualquier charlatán puede alcanzar fortuna y renombre, siempre y cuando haga una buena carrera de relaciones públicas para granjearse el favor de galeristas, curadores y directores de museos. Denunciar la estulticia prevaleciente en ese mundillo equivale a rezar el padrenuestro en un burdel, puesto que la competencia entre bufones mercenarios consiste precisamente en pergeñar la novedad más ramplona, la que mejor ejemplifique la prostitución del arte. Quizá incurrí en esa ingenuidad con mi cuento “Hombre con minotauro en el pecho”, la historia de un niño a quien Picasso pinta un tatuaje en el pecho para impedir que sus padres lucren con su autógrafo. Cedido en adopción a la señora Reeves, una excéntrica millonaria yanqui, para que lo exhiba en sus saraos con la crema y nata del jet set internacional, mi protagonista se convierte en un codiciado objeto artístico y entra en pugna con la élite que lo deshumaniza.

Por un pitazo de mi amigo Julián Robles me enteré de que la Muestra Internacional de Cine programó este año una película muy semejante a mi cuento por su tema y su tono satírico: El hombre que vendió su piel, la historia del joven sirio Sam Ali, a quien un artista plástico muy cotizado le propone que se deje tatuar en la espalda una visa para entrar a la comunidad europea. Sam acepta, pues quiere escapar de Siria, donde el Estado Islámico acaba de tomar el poder, para buscar en Europa a la mujer que ama, casada a la fuerza con un diplomático residente en Bruselas. En calidad de ser humano, un paria como él jamás habría logrado entrar legalmente en Europa, pero convertido en objeto artístico nadie se lo puede impedir. Exhibido en el Museo de Arte Contemporáneo de Bruselas, donde se sienta durante horas, con la cabeza gacha para que luzca mejor el tatuaje, Sam Ali se siente sobajado como ser humano, y al igual que mi personaje, desarrolla una fuerte animadversión a los mercachifles del arte.

Aunque la película no es una calca de “Hombre con minotauro en el pecho”, publicado hace treinta años, varias de sus situaciones dramáticas ya estaban prefiguradas en mi cuento, como podrá comprobarlo quien tenga la curiosidad de cotejar ambas obras. Pero no fue la película (malograda como comedia, creo, por el empeño de su directora en sostener una tesis), lo que llamó poderosamente mi atención, sino una leyenda en los créditos de salida, donde se declara que la historia está libremente inspirada en el caso de Tim Steiner, un hombre convertido en objeto de arte por el artista belga Wim Delvoye, que hace quince años le tatuó en la espalda una Virgen con una calaverita de azúcar a la altura de la nunca. La obra en sí no tiene valor alguno. Cualquier artesano del tatuaje puede hacer algo igual o mejor, pero como Delvoye goza de cierto prestigio en el lupanar de las artes plásticas, logró venderle su engendro al influyente coleccionista y curador alemán Rik Reinking, que según The Guardian, desembolsó 150 mil euros por ella, de los cuales Tim se quedará con la tercera parte. Cuando el portador del tatuaje muera, su pellejo será preservado como la tela de una pintura y entonces los herederos de Reinking podrán enmarcarlo. A cambio, Tim se comprometió a posar en museos y galerías tres veces al año, algo que ha venido haciendo desde entonces. La película se burla de ese convenio, pero seguramente ha beneficiado a Reinking, por la publicidad que su mercancía obtuvo con ella.

No creo que mi cuento haya sido plagiado por los guionistas de la película, pero tal vez le dio a Delvoye la idea de convertir a un hombre en pieza de museo (la traducción al francés de Amores de segunda mano, el libro donde está incluido, se publicó en 2004 y seis años antes, el cuento había aparecido en la revista Caravannes). Lo que pretendía ser una reducción al absurdo de las tendencias más deplorables del arte contemporáneo, andando el tiempo se convirtió en una profecía. El concepto que Delvoye pergeñó ni siquiera tiene el valor de la originalidad: se limitó a poner en práctica una aberración que yo imaginé mucho tiempo atrás. En el mundillo del arte, la deshumanización de Tim Steiner seguramente ha llamado más la atención que el propio tatuaje, pues el hombre aplastado por la obra que lleva en el lomo personifica un abuso de poder cultural y nada complace más a los modernos árbitros del gusto que ufanarse de sus tropelías. Recogieron la bomba molotov que yo les lancé y se la arrojaron al público, revestida con los oropeles de la vanguardia. Nadie podrá expulsar a los mercaderes del templo mientras haya borregos obnubilados por sus argumentos de autoridad. 


Enrique serna*

* Autor de El vendedor de silencio

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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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