Política

Papa Francisco, de la Tierra al Cielo

Los últimos meses de vida del papa Francisco demostraron fielmente su paso por la Iglesia: sus zapatos polvosos y desgastados nos recordaron los muchos kilómetros que viajó, más de 90 países dentro y fuera de Roma; sus manos hinchadas por el constante y diario “acariciar” a su pueblo, su rostro demacrado pero tierno, signo indeleble de lo mucho que vio y de la gran esperanza de la que fue testigo.

En su ataúd de madera, sólo el Evangelio y su Cruz del Buen Pastor.

No hay prueba que, al contrario, pueda afirmar que el papa fue uno que prefirió el confort por encima de la incomodidad, el lujo en lugar de la pobreza, la quietud y el conformismo por encima de las luchas y las tribulaciones, las mangas planchadas a las recogidas, la indiferencia por encima de la oposición.

El papa Francisco vino de la pobreza, la conocía, se había hecho parte de ella y así murió: pobre como los pobres. Su testimonio no puede ser tomado a la ligera ni bajo el símbolo de una intención presuntuosa, sino como total y absoluta confianza en el Señor de las noches oscuras.

Como hombre, un santo y como santo, un pecador. Vivió la gloria y prefirió la cruz. Incomprendido por su sentido profundamente evangélico, alejó a muchos que se creían cercanos y acercó a muchos que nunca creyeron poder entrar.

Un hombre de luces y sombras, un papa de gestos más que de palabras, un cristiano que dudó y en su duda, supo abandonarse. Un obispo cuyo camino se marcó por el servicio y no por el servilismo, un cardenal no carrerista, un hombre que supo discernir y dejarse conducir por el Espíritu, que más de una vez se equivocó, pidió perdón y volvió a emprender el camino.

Afirmó la realidad como era y no tuvo miedo de llamarle a las cosas por su nombre, encarnando una de las luchas políticas más feroces al interior del Vaticano que le granjeó no pocos enemigos dentro pero numerosos amigos fuera: los de las periferias que tantas veces fueron su lugar preferido para estar y para discernir el siguiente paso.

Malhumorado a veces, sonriente casi siempre, el papa Francisco fue más oveja que pastor, tal vez por eso le gustaba el olor a las ovejas y se sentía parte del rebaño.

Como hermano en la fe, reprendió en privado a los que eran como él y, luego, los invitó a orar juntos porque en la vida se habla como hermano y se reza como hijo.

Desde Evangelii Gaudium hasta Dilexit Nos, pasando por Laudato Sí y Frateli Tutti, desde Lampedusa hasta Yakarta, desde los migrantes hasta el medio ambiente, desde los cardenales hasta las religiosas que sirven a los cardenales, a todos los cuidó, a todos los atendió y a todos nos dio lo que necesitábamos en el momento en que lo necesitábamos.

Por eso todos podemos decir algo de este papa que fue portada de revistas y encabezado de periódicos por 12 años. En todo lo que podamos contar de él, mucho o poco, personal e impersonal, profundo o superfluo, podremos afirmar, sin duda, que sentimos a Francisco como un amigo, de esos que no vienen seguido pero que, cuando vienen, se nos inflama el alma de ánimo y agradecimiento.

De la muerte a la resurrección, de la cruz a la Pascua eterna, su estela nos va dando consuelo a medida que pasan los días, porque así era él y de alguna manera se sigue sintiendo como si estuviera vivo y entre nosotros.

Dicen los discípulos de Jesús que así se sentía también su resurrección.

Los próximos días serán unos donde las suspicacias y las sospechas se levanten, donde a río revuelto, ganancia de pescadores. También la Iglesia, la nuestra, la de todos, es santa y pecadora como lo fue Francisco y como lo somos todos.

Más allá de las apuestas, la oración, el silencio.


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Elizabeth de los Ríos Uriarte
  • Elizabeth de los Ríos Uriarte
  • Profesora investigadora de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac México
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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