El de Bruce Chatwin fue uno de los primeros casos de artistas prominentes en morir de SIDA, aunque en buena medida logró ocultar su padecimiento hasta después de su muerte, pues existía un gran estigma sobre la enfermedad, considerada como una plaga para homosexuales. Además, Chatwin tampoco admitió públicamente su bisexualidad, y se mantuvo casado hasta el fin de sus días con Elizabeth, quien lo acompañó, apoyó y comprendió literalmente hasta la tumba.
Sin embargo, ya enfermo, Chatwin sí escribió en una ocasión una carta al editor del London Review of Books, quejándose de que: “La palabra AIDS [SIDA en inglés] es uno de los más crueles y bobos neologismos de nuestro tiempo. ‘Aid’ significa ayuda, socorro, alivio, y sin embargo con un siseo sibilante al final [se refiere a la “s” añadida a “aid”] se convierte en una pesadilla. HIV es un nombre con el que se puede vivir perfectamente. ‘AIDS’ ocasiona pánico y pesadumbre, y probablemente ha contribuido a facilitar la diseminación de la enfermedad”.
En la exhaustiva biografía de Chatwin escrita por Nicholas Shakespeare, que se lee tal cual como libro de aventuras, cuenta que su negación llegaba hasta preguntarse por qué no mejoraba, a lo que su mujer respondía, “Probablemente por el virus”, produciendo una nueva ronda de negación.
Poco antes de fallecer, visitó a su amigo Werner Herzog en Francia y le manifestó su deseo de morir. Herzog le preguntó si debía dispararle, o cómo lo ayudaba, y si lo había hablado con Elizabeth, a lo que Bruce respondió que no podía hacerlo, pues ella era católica. Chatwin había acudido a verlo porque pensaba que tenía poderes sanadores, pues años atrás habían discutido, en palabras de Herzog, “que el turismo era un pecado mortal, pero que caminar a pie era una virtud, y que todo lo que ha salido mal y ha condenado a nuestra civilización es alejarnos de la vida nómada”.
Chatwin fantaseaba con volver a la carretera y le pidió a Herzog que lo acompañara, a lo que éste asintió, y ante la preocupación de Chatwin por el peso de su mochila, lo reconfortaba diciendo que él podía cargarla. Después Chatwin tuvo un momento de lucidez, pues le dolían mucho las piernas, a las que llamaba “los chicos”, y le dijo a Herzog: “Jamás volveré a caminar”. Ante la conciencia de su próxima muerte le pidió que se quedara con su mochila, que él debía seguirla cargando, cuestión que Herzog aceptó con orgullo: “Y aun la conservo, es para mí un objeto muy preciado. Digamos que si mi casa se estuviera incendiando, salvaría a mis hijos sacándolos por la ventana, pero de todas mis posesiones, sería la mochila lo que salvaría”.
Chatwin murió el 18 de enero de 1989.
Casi 10 años después, Herzog fue a una expedición al Perú amazónico en busca de un avión que se había estrellado 27 años antes, para el cual él, Klaus Kinski y otros actores y músicos tenían boletos, y de última hora les habían impedido el abordaje. El avión explotó en el aire y murieron 92 personas. La única superviviente fue una niña pequeña, que logró sobrevivir 10 días sola en la selva, gracias a los conocimientos que le había transmitido su padre botánico. Herzog la localizó muchos años después en Bavaria y la convenció de ir con él a ayudarlo a buscar el sitio donde se estrellara el avión. Tres expediciones previas ya habían fracasado. Cuando lo encontraron, Herzog guardó en la mochila de Chatwin una bandeja de comida gris de plástico, los tubos para el pelo de una mujer, el tacón de un zapato, un disco de metal del avión.
Es una de las estampas de amistad más hermosas que yo haya conocido.
Eduardo Rabasa