En la actualidad, casi cualquier partidario de las bondades del fundamentalismo de mercado como régimen político supremo utiliza el término “populismo” de manera despectiva. En general, se usa como ataque a la idea de que el libre mercado y el ritual electoral entre opciones que más o menos son lo mismo deberían constituir la única norma posible. Hablar de desigualdad social y de pobreza es populista, cuestionar la distribución de la riqueza es populista, y así podríamos seguir enlistando todo a lo que se le endilga el adjetivo, que básicamente se resume en todo lo que no encaja en el proyecto del Consenso de Washington.
Sin embargo, ya puestos a utilizar el término, podríamos considerar otra vertiente del populismo, esta vez no proveniente del gobierno, sino de las élites interesadas precisamente en no aparecer como élites, probablemente para que no se ponga el énfasis en las realidades materiales, sociales, que, en términos estrictamente prácticos y cuantificables, hacen que sus vidas sean lo opuesto a las que transcurren bajo el marco de las dificultades y preocupaciones cotidianas de la enorme mayoría de la población. Por ejemplo la comida suele usarse como un gran nivelador, y las gorditas de doña Mary recién salidas del comal aparecen como significante a compartir en Instagram y demás redes, para presumir un gusto por lo popular, que a menudo se presenta como lo que les parece lo verdaderamente auténtico. Por supuesto que lo populista no es el gusto por las gorditas como tal sino que, a diferencia de la cena exclusiva en el restaurante hípster de moda en la CDMX, Nueva York, Londres, Madrid, etcétera, de la cual no se postea ni se presume nada, el puesto de comida funge como credencial de pertenencia al pueblo, un poco en la dirección de la grotesca parodia de los mirreyes e influencers que se toman la foto radiantes con el niño indígena de Chiapas, como si fuera un espécimen de otro planeta.
Y otra carta habitual del populismo de las élites consiste en invocar la discriminación a la inversa, o el racismo a la inversa, pues todos somos ciudadanos (globales) del mismo planeta, sin importar lo que diga nuestro pasaporte (¿se habrán preguntado qué porcentaje de la población tiene pasaporte en un país como México?), y es igualmente discriminatorio criticar a las élites, a sus ideas (por llamarlas de alguna forma), o a sus glamurosos estilos de vida globalizados que, por cierto, se han ganado con base en su talento y al sudor de su frente, y no tienen absolutamente nada que ver con ventajas sistémicas o estructurales, decididas en la mayoría de los casos prácticamente desde el nacimiento. Así, es incluso común escuchar a nuestras celebridades quejarse de padecer racismo en Hollywood si acaso no se les concede un premio, mismo que por supuesto deja de existir en el momento en el que sí lo obtienen, y el discurso con referencias a la abuelita que los educó según los valores tradicionales certifica nuevamente la condición de mexicanidad auténtica.
Pues el chiste es presentarse como bandita, carnalitos, compas, y esperar que eso baste para obviar las abismales diferencias que separan a la élite globalizada del resto de la población. De esa que, por cierto, según la élite es engañada por los gobiernos populistas, para darles su voto a cambio de alguna ayuda social que, por suerte, ellos jamás ni por asomo necesitarán.
Eduardo Rabasa