Entre el abandono y la revictimización, a los sinaloenses no les ha quedado más remedio que adaptarse a la guerra del Cártel de Sinaloa que comenzó el 9 de septiembre de 2024. Desde ese día, salir de casa es una acto de resistencia a la normalización de la violencia.
Durante décadas, el narco permaneció bajo la tierra y emergiendo de vez en cuando para un jueves de culiacanazo, como un recordatorio de que la paz les pertenece. Pero ese lunes fue diferente. No era episodio más de bloqueos cotidianos, sino el inicio de un conflicto que hoy tiene sumida a la capital sinaloense en un estado de excepción implícito.
Detrás de los más de 3 mil muertos y desaparecidos de los que da cuenta la Fiscalía de Sinaloa, están familias que viven entre miedo y luto, otras que salen con lonas para gritar por el regreso de sus ausentes, y las que cuidan sus movimientos con temor de que las armas toquen a su puerta.
Una revisión rápida de grupos de WhatsApp es necesaria para la salida: dónde hay ponchallantas, bloqueos, balaceras o cuerpos expuestos para planear la ruta, que no siempre resulta limpia de incidentes. La nota roja de la última semana da cuenta del panorama en Culiacán: un empresario asesinado, un ataque armado en el Hospital Civil, un comando roba una camioneta en la autopista, una casa baleada e incendiada… y otros tantos hechos que no llegan a las páginas informativas.
Entonces sí, es hora de comenzar el día. Los negocios que se mantienen de pie sobreviven entre extorsiones y tiroteos. Los estudiantes arriesgan sus vidas en los trayectos a la escuela. Los punteros y vehículos con grupos armados forman parte del paisaje vial en el camino al supermercado.
Pero las balas no respetan lugares ni horarios. Un martes cualquiera se ve interrumpido por los disparos. Los empleados cierran cortinas con un nudo en la garganta mientras ven pasar a los convoyes armados bajo el intenso sol norteño de las tres de la tarde. Las clases terminan abruptamente a las ocho de la mañana por un enfrentamiento; al mediodía un estudiante es testigo de cómo de repente se llevan a un compañero y minutos después unos padres arrancan una búsqueda angustiante.
El acto más simple ya genera sospecha. Basta colgar un letrero de “se renta” en un inmueble para ser interrogado por militares, tomar una fotografía en la vía pública es suficiente para ser perseguido por oficiales o civiles.
La caída del sol marca la hora de irse. Las calles comienzan a despejarse para convertirse en zona de batalla durante la noche. Y empezar de nuevo al día siguiente. Un año así. En estado de alerta permanente. Buscando la normalidad en una zona de guerra, como un acto de valentía y resistencia.