Un nombre que resonó en todos los medios deportivos como el máximo goleador de uno de los clubes más reconocidos de México, seleccionado nacional para los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y en el Mundial de Alemania 2006, ahora queda reducido a Omar “N”, con su mirada orgullosa cubierta por una franja negra, como cualquier otro detenido por abuso sexual infantil agravado.
Diez años tenía la víctima cuando empezaron las agresiones que se prolongaron por siete años. Hoy, todavía siendo menor, decidió denunciar. Su edad y circunstancias no la salvaron del juicio público que conlleva ser mujer. Tan pronto se reveló la acusación, salió el ejército de “bravos” en defensa del jugador, sin importar que el objetivo sea una adolescente.
Y es que parece que en las redes sociales no hay ley: la identidad y la fotografía de la víctima ya circula para alimentar el morbo de los desquehacerados y los defensores de machos, que generan interacción con reacciones que la cosifican y revictimizan sin piedad.
Como ella, reveló la Fiscalía del Estado, hay otras dos jóvenes que ya habían presentado denuncias; dos carpetas que dejaron en el cajón por quién sabe cuánto tiempo y por qué, y de las que apenas hasta ahora se acuerdan.
Para nadie es desconocida la relación de Omar “N” con políticos y empresarios que ahora se dicen impactados por el mal comportamiento del que alguna vez fue calificado como un deportista ejemplar y postulado como embajador mundialista. Aparentemente, ninguno de ellos, ni siquiera siendo autoridad, se enteró de las otras dos presuntas víctimas, abandonadas a su suerte.
El estruendo de las ovaciones y la intensidad de los reflectores ensordecen y ciegan a los fanáticos. Se niegan a bajar de su pedestal al ídolo con el que festejaron goles aferrados a una camiseta, que lo que hace a puerta cerrada no quita los logros en su carrera profesional, que no tiene relación una cosa con la otra. Pero sí. Porque lo personal es político. El poder que da el prestigio y las relaciones, crean una burbuja de privilegio e impunidad, que cuando se revientan, ya no son tan “bravos”.