Campea el zipizape ruidoso en el Congreso federal, pero es sólo un episodio más en la vida de nuestro Parlamento, lo novedoso y más repugnante es el grado de ruindad y desvergüenza alcanzado por los cavernícolas ahí incrustados y mal llamados “legisladores”.
Ciertamente, desde Juárez (al nacer la República) hasta nuestros días, el presidencialismo exacerbado está marcado por interferencias ilegales y groseras de muchos presidentes en agravio de los poderes Legislativo y Judicial, pero en el viejo pasado se procuraba cuidar, de alguna manera, el respeto a las formas y las investiduras.
La mayoría legislativa de ahora y el Ejecutivo federal arrasan con las formas y se vomitan sobre sus respectivas investiduras, con inmenso daño para la República, por eso no son respetables ni respetados, sino simples pelafustanes.
Antes, es verdad, los oficialistas hacían poco caso de lo enseñado por don Jesús Reyes Heroles cuando decía: “en la política, la forma es fondo”, pero (con trastupijes de por medio) cumplían, así fuera mínimamente, con los procedimientos legales y reglamentarios.
El actual comportamiento, rufianesco y altanero, en contra de los poderes Legislativo y Judicial, rebosa el quehacer de Tartufo; y la abyección sin límites es el timbre de orgullo para sus secuaces en el Parlamento, ese lugar donde hoy es imposible parlamentar.
El oficialismo actual no tiene legisladores sino enajenados carentes del menor sentido de dignidad personal y cuya única misión es la sumisión; kamikazes autóctonos mandados a demoler las normas jurídicas y las instituciones nacionales, con lealtad ciega para con su dador de vida. Y lo más grave del gobierno no es su probada incompetencia sino los destrozos hechos y por hacer.
La división de poderes implica, naturalmente, su funcionamiento real conforme lo ordena la Constitución, para apoyarse y controlarse entre ellos.
Son una bendición para México la Suprema Corte, el despertar ciudadano, el bloque político opositor (a pesar de sus graves carencias) y los medios de comunicación comprometidos con la verdad y la pluralidad, pero debemos aquilatar la importancia de rescatar para la democracia, el próximo año, no sólo a Palacio Nacional sino también al Congreso, y defender, desde ahora y a toda costa, al Poder Judicial.
Mientras tanto, Tartufo (quien pronuncia los más encendidos discursos en favor de los pobres) ha garantizado su paso a la Historia por aumentarlos y servirse de ellos proditoriamente.
Para destruir una casa, bastan un petardo y un enfermo mental resentido, pero reconstruirla requiere de un gran esfuerzo. Si se trata de la devastación nacional las consecuencias son inconmensurables.
Por eso, lo reitero una vez más: no sólo quien atropella es culpable, sino también quienes, por cobardes, se dejan atropellar.