Cien o doscientos encapuchados asaltaron una vez más el centro de la capital de México. Robaron y destruyeron impunemente. Con singular alegría insultaron, patearon, apalearon y quemaron a unos monigotes uniformados; no a seres humanos con dignidad y derechos, no a servidores públicos, sino a los llamados con cierto desprecio “policías”.
Pero no debemos preocuparnos, los cien gendarmes heridos (algunos de gravedad y quemados con bombas molotov) y sus demás compañeros ya fueron ampliamente reconocidos por su “valiente sacrificio”. La “Superioridad” los premió con un bono extra y los exaltó con discursos encomiosos. No tienen motivos de queja.
La presidente (con E) fue sensible ante ese hecho y nos reiteró la “justificación” más socorrida para tales casos: la policía capitalina (dijo) “está preparada para no reprimir sino sencillamente para contener”.
Al respecto, hago dos observaciones: la primera es que la científica incurre en el error ampliamente socializado, desde la matanza de 1968, de que un gobierno democrático jamás debe “reprimir”; pero el Diccionario de la Lengua Española nos enseña que “reprimir” significa “contener”, y esa es una de las principales obligaciones a cargo de todo gobierno que se respete: contener, detener, refrenar conductas antisociales, a menudo con el uso de la fuerza. La segunda observación es que, en efecto, en el caso que comento, los policías una vez más fueron simples monigotes que no contuvieron nada ni a nadie, su misión fue la de siempre: dejarse ultrajar y observar la destrucción y el pillaje sin esforzarse por evitarlos. ¡Por supuesto, iban desarmados!
Sensatamente, no podemos pedir al gobierno que responda con brutalidad a la brutalidad, pero es cobarde y depravado si no reprime la violencia que lacera a la sociedad. Si se vale que los violentos atropellen y que los gendarmes sean frecuentemente apaleados y heridos por la rufianada, a millones de mexicanos nos encantaría ver a Sheinbaum y a Brugada en las filas policiacas abrazando encapuchados y recibiendo de ellos sus atentos saludos. A ellas les pondríamos en sus nobles pechos las más grandes insignias. Imaginemos a las dos próceres siendo atendidas, después de la fiesta, en uno de “los mejores hospitales del mundo”, compartiendo sus dolencias con otras mujeres caídas en el cumplimiento de su deber. En el más allá podrán acurrucarse con doña Josefa Ortiz Téllez Girón. Eso sería grandeza, lo de ahora es claudicación y cobardía.
Por supuesto que Sheinbaum no quiso hablar del Premio Nobel de la Paz a María Corina, pero al decir: “nosotros siempre hemos hablado de la soberanía y autodeterminación de los pueblos”, reiteró su amor a Maduro.
Hay de mujeres a mujeres: la venezolana, grande entre las grandes; la de aquí, pequeña corcholata siempre fiel a su destapador.