La egolatría en un artista o un intelectual permite la posibilidad de crear una obra perdurable, suele pensarse en ciertos ámbitos de discusión pública. Bajo una condición así es que los creadores asumen obsesiones personales que les impiden atender con debida diligencia amorosa los mundanos asuntos de la realidad que les rodea.
Ni Octavio Paz ni Carlos Fuentes —por mencionar un par de escritores mexicanos referenciales de finales del siglo XX— aprobarían un examen riguroso de empatía y cuidado de sus más cercanos.
Quien se acerca al embrujo narcisista del arte o el pensamiento profundo, de manera consciente o inconsciente, en el fondo busca resolver algún asunto inconcluso de la niñez, cuando el mundo no es más largo ni hondo que la proyección emanada por los padres. Toda infancia yergue sus párvulos ojos ante papás totémicos o ausentes, así como mamás amorosas o disparatadas, quienes marcan las frustraciones y pasiones del porvenir existencial.
Juan Villoro, uno de los escritores más admirables del México actual, ensayó esta condición humana, entre otros temas, en su más reciente libro, La figura del mundo, a través de una meticulosa y entrañable disección de la silueta de su padre, el filósofo Luis Villoro, logrando a su vez una especie de autodisección de sus propias ideas y emociones más íntimas.
Como lector asiduo de Villoro e incluso atrevido autor de un perfil suyo titulado “El escritor que no se volvió cobarde ni caníbal”, tenía la jactancia de ser un “villorólogo” capaz de saber de antemano las claves esenciales de su obra y biografía, pero este libro reciente me conmovió de una forma difícil de explicar. Diré que me hizo llorar de risa y tristeza, desatando un desasosiego que no me he podido sacar desde que acabé la última página en la que hay una fotografía de su padre junto al Subcomandante Marcos.
Todo cartaginés cabal debería leerlo. Todo aspirante a mexicano —o mexicano perdido— también, porque, como decía Paz, “el mexicano no es una esencia, sino una historia”.
También podría leerlo todo aquel que entiende, como bien lo sabe un artista e intelectual como Juan, que el asunto del que trata este mundo no es el yo, sino el nosotros.
Ahora detengo este escrito para ir por unos tacos conservadores al Hostal de los Quesos.