Policía

De la Patagonia a Toluca

SERIE PERIODÍSTICA “MUERTE SÚBITA” / CAPÍTULO II

Credencial de identificación del deportista. ESPECIAL
Credencial de identificación del deportista. ESPECIAL

El espigado portero argentino Hernán Cristante encorva el cuerpo para posar ante la cámara al lado de quinceañeras y para firmar autógrafos a niños vestidos con las camisas rojas del Club de futbol Toluca. En un amplio pasillo de Galerías Metepec, frente a la tienda de ropa Zara y cerca de una peluquería de “alta escuela”, el jugador estrella de los Diablos Rojos alterna sesiones de fotos con partidos de ping-pong que siempre pierde. Su rival es un tenista de mesa argentino de pelo a rape, ojos rasgados y uno sesenta y cuatro metros de estatura que organiza clínicas de exhibición para promoverse como instructor, entre los que acuden a la principal plaza comercial de la ciudad, un sitio enorme, bien iluminado y multicolor. El lugar ideal para consumir.

La agencia de automóviles BMW y la cervecería Corona patrocinan la sesión. Alrededor de la mesa donde pelotean Cristante y su rival, las compañías tienen un redondel hecho de lona que anuncia sus marcas. El rival de Cristante viste un short azul marino y una playera tipo polo de un azul un poco más claro. A veces da la impresión, con los focos iluminándole la cara, de que el tenista es un animal en medio de la oscuridad, atrapado por los faros de un coche. Este deportista apasionado, que parece una fiera encandilada a la hora de jugar, se llama Mario Palacios Montarcé.

La exhibición de tenis de mesa ha sido posible gracias a las gestiones de Roberto Depietri Montarcé, un ex futbolista argentino que destacó como el número diez del Toluca en la década de los noventa. Depietri, quien de un día a otro pasó de ser jugador a representante de futbolistas, le pidió a Cristante que ayudara a su primo recién llegado de la Patagonia. El novel promotor argentino de futbol sabía que la fama del portero del Toluca le abriría las puertas a su primo.

Las exhibiciones que hace Mario Palacios son solo una actividad extra. El trabajo más importante que ha conseguido el deportista argentino es el de instructor de tenis de mesa en el Club Deportivo Toluca, el centro habitual de las reuniones de la alta sociedad mexiquense, cuya membresía está conformada por familias ricas, políticos del PRI con influencia en el gobierno en turno y algunos empresarios o ejecutivos exitosos.

Uno de los santones de ese partido político del siglo pasado, Carlos Hank González, célebre por una frase que utilizó para justificar su enriquecimiento a costa del servicio público ("un político pobre es un pobre político"), fue uno de los socios fundadores de este club de gente mexiquense acomodada.

En el libro de circulación restringida El Grupo Atlacomulco, escrito por Jorge Toribio, el historiador —quien luego de publicar esta investigación fue amenazado— cuenta la relación de este club con el Grupo Atlacomulco, una de las organizaciones políticas clandestinas más poderosas del siglo pasado en México: “El Club Deportivo Toluca lo fundó el Grupo Atlacomulco. El fundador y organizador fue Alfonso Gómez de Orozco, en 1963, en el último año del gobierno del doctor Gustavo Baz Prada. En la siguiente administración, la de Juan Fernández Albarrán, se continuó, y finalmente, en la del gobernador Carlos Hank González, se terminó. El club recibió una importante contribución del gobierno federal, es decir, del entonces presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, a través del gobernador Hank González. Entre los socios fundadores destacan: Carlos Hank González, Alfonso Gómez de Orozco, Agustín Gasca Aguilar, Gustavo Baz Prada, Gustavo Díaz Ordaz, Ignacio Pichardo Pagaza y Nemesio Díez Riega. El arquitecto Adolfo Monroy Cárdenas se encargó de trazar la obra”.

Por recomendación de Depietri, el tenista de mesa se coló a este club, el más importante de Toluca. La vida le sonreía por entonces al argentino venido de La Patagonia. Uno que otro niño empezaba a pedirle su autógrafo durante las exhibiciones que hacía en Galerías Metepec junto al célebre Cristante.

En septiembre de 2003, un par de meses antes de enterarse de la muerte de Mario Palacios, Óscar Ottón se había encontrado con él en Neuquén. Mario visitó la ciudad para presentar a dos de sus alumnos mexicanos en una competencia con otros pingponistas argentinos y chilenos. Aprovechando el viaje, Mario, los chicos y los papás de estos, luego del torneo, viajaron a conocer el balneario de Bariloche, donde se encuentra uno de los mejores centros de esquí de América Latina.

Mario se movía contento por las calles de la ciudad donde había pasado la mayor parte de su vida y donde residía su familia desde los años setenta. Paseaba a los ojos de los demás el éxito que había conseguido en México.

A Ottón, Mario le hablaba de Toluca como quien habla de Lontananza. Una noche, en la sala de la casa de su madre, en el barrio de Gregorio Álvarez, le dijo seriamente que podía conseguirle un buen empleo, con sus contactos mexicanos, para que se fuera a vivir a México. —En Toluca serías un rey —no dejaba de recordar Ottón que le había dicho su amigo hoy ya muerto a causa de un asalto, según lo que decía el diario local en su edición del 28 de noviembre de 2003.

Doelia Montarcé, la madre de su antiguo maestro, le habló ese día para decirle con una voz ronca y entrecortada casi lo mismo: Que su hijo Mario había sido víctima circunstancial del asalto a una panadería en México y que había muerto. Que lo velarían en una funeraria cerca del aeropuerto internacional Domingo Perón.

Ottón buscó algo de ropa discreta y se fue a la funeraria y luego al cementerio. Prefirió no ver el cuerpo de su amigo por última vez. Se trataba de algo personal. Según decía una y otra vez: no le agradaban los cadáveres

Así, durante dos años, Ottón creyó que la muerte de su amigo se había debido a una cosa fortuita.

Estaba equivocado.

—A Mario lo mataron porque se involucró con la mujer de alguien muy poderoso en México —le dijo un par de años después un entrenador de la selección mexicana de tenis de mesa, durante el Campeonato Latinoamericano Sub 13, celebrado en el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo de Buenos Aires, justo a espaldas del estadio del River Plate.

Sorprendido, Ottón buscó en ese mismo evento a Fernando Serrano Almudí, papá de Fernandito, el niño mexicano que había sido alumno de Mario y que había viajado a Neuquén y a Bariloche un par de meses antes de la muerte del instructor de tenis de mesa.

Algunos allegados a la familia del niño le confirmaron que en Toluca se decía que a Mario lo habían mandado matar por una revancha. Hasta ese momento, Ottón supo que en realidad Mario Palacios Montarcé había sido ejecutado, y no en un asalto, como decían los periódicos en Neuquén.

Un escalofrío lo recorrió. 

CONTINUARÁ…


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Diego Enrique Osorno
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