Retrasar la muerte es un reto científico con avances notables en los últimos 100 años, pero la lucha por la vida —por la salud— tiene sentido mientras sea posible sanar. El miedo a sufrimientos insoportables subraya el debate sobre la eutanasia en el sentido que de esta palabra se tenía en la antigüedad: el bien morir. La idea de que la vida es un derecho principal, pero no una obligación absoluta.
Y no se interrumpe. La noche avanza por todos lados, hacia todos los rumbos con dirección desconocida. Agonizo de una tristeza que ahora es larga, brutal y aciaga como las enfermedades de los patíbulos ¡Este lugar en donde estoy es un patíbulo! Permanezco en un patíbulo sin identificar, donde la noche que transcurre por todos lados no llega como siempre. Se oyen aquí mismo los motores viejos de coches de alquiler que recorren a toda velocidad el Eje Central a la espera de que se asome el alba y puedan llevar a dormir a sus conductores.
En mi habitación, la 405 del Hotel Virreyes, de repente, sin más, el tiempo es un cadáver y yo, que quisiera serlo también por ahora (aunque es doloroso ser un cadáver) simple y tontamente no puedo lograrlo porque esto que escribo me delata la vida que aún tengo, que todavía cargo; a las palabras donde hilvano mi esperanza de supervivencia es al único lugar a donde puedo dirigirme a estas horas, en estas fechas y con estas pesadillas encima carcomiéndome la mente que padezco.
He de decir muy con la verdad que sí quisiera morirme aunque solo fueran unas cuantas horas, de esas horas pequeñas que transcurren de prisa en la mirada de un animalito recién nacido, bajo el beso ese sagrado de una mujer sublimada que te amó en su momento, con sus carnes, en su alma o incluso ¡qué sé yo!, junto a cualquier mar donde las olas que vienen y van te recuerden la lección de que tú también nada más vienes y vas a lo largo del tiempo. No sé con precisión de dónde surja toda esta incertidumbre que me asola, este desconcierto tan sombrío y lo peor aún es que no sé a dónde se dirige.