Me dio mucho asco entrar a un horno crematorio en uno de los campos de exterminio en Auschwitz.
Me arrepiento de haberlo hecho. Siempre que puedo recomiendo no hacer esa visita impúdica.
Al ver las imágenes y leer la información sobre lo que ocurrió durante años en Teuchitlán, Jalisco, revivo el asco en el estómago y ahora se suma la frustración existencial.
¡Qué frustración tener que escribir una columna la semana que se conocen detalles de un campo de exterminio en el país donde naciste!
La frustración es tanta que durante toda la semana evité escribir.
Envío el texto de último minuto con la esperanza de que el editor no la aceptara.
No quiero buscar emociones y matices para hacer una descripción etnográfica de los hechos.
Es enfermizo, en todos los sentidos posibles, ser empático con un tipo de dolor que es insoportable.
No quiero abrir el cuaderno donde apunto las ideas generales de lo que quiero escribir para luego elaborar un esquema. ¿Cómo se ordena el horror?
Me frustra tener que buscar datos o números para analizar el fenómeno en su dimensión sistemática.
¿Para qué buscar estadísticas? ¿De qué vale saber el número de personas desaparecidas y qué sentido tiene el absurdo debate político sobre la validez de los mismos?
¿Qué son esos números frente al montón de zapatos de personas que fueron exterminadas en hornos crematorios clandestinos?
La frustración de escribir esta columna revela otras capas de esa misma emoción y me conecta con una frustración retrospectiva. ¡Qué frustración los años de investigación académica dedicados a la desaparición forzada!
¡Qué estúpido me siento de haber pedido esa primera entrevista a una madre de una persona desaparecida!
¡Qué ganas de tener el valor del poeta que decidió pasar los últimos años de su vida en silencio!
Decidió protestar de esa forma frente a la realidad que le rodeaba.
Consideró que el silencio era lo único que hacía justicia a tanta indiferencia, a tanta simulación, a tanto aislamiento.
@davidperezglobal