La frase la leí por primera vez en una novela de un ex vocero de la Agencia Central de Inteligencia. Bill Harlow, quién entonces era capitán retirado de la Marina de Estados Unidos, narra ahí el conocido cuento de un mundo al borde del apocalipsis. La trama gira en torno a dos hermanos; Bill Schmidt, capitán del USS Winston Churchill, un portaviones anclado en el Mediterráneo y Jim Schmidt, vocero en la Casa Blanca. Allí es donde el autor utiliza la expresión “feed the beast”, en referencia a una inminente conferencia de prensa a la que Jim debe atender.
Con varias posibles connotaciones, con frecuencia relacionadas con la atención de alguna adicción y/o una especie de presentación de alguna ofrenda, en mi contexto la expresión feed the beast --literalmente “alimentar a la bestia”— intenta enfatizar la peculiar relación actual entre periodismo y poder político.
Todo comenzó un martes. Como muchas cosas en esta vida, pero en esta ocasión fue el martes 7 de agosto de 2007, cuando Tony Blair, en su último tramo como primer ministro de la Gran Bretaña, aseguró que los medios cazan en manada. “…como bestias salvajes, simplemente destrozan personas y reputaciones”.
Así pues, el lloriqueo ante “los carroñeros” no es nuevo, ni exclusivo de líderes autoritarios y/ obtusos de cualquier tamaño o color. El poder (lobo) disfrazado de víctima (cordero). Blair fue primero, luego llegaron el Peje y Trump. Los demás son simples imitadores.
Que el poder político prefiere a los periodistas como un coro de angelitos cantando sus alabanzas sin parar, tampoco es nuevo. De hecho, en países como el nuestro, durante décadas esa fue la mejor descripción de dicha relación. Se confundía periodismo con propaganda.
Tal cual el espejito mágico de la madrasta perversa de Blanca Nieves, la mayoría de los periódicos, estaciones de radio y televisión, reflejaban imágenes de logros, incluso milagros y, por supuesto, la belleza absoluta que su dueño demandaba. El lector era uno, El Estado. Y aunque la teoría política aseguraba que la democracia necesitaba de una prensa libre e independiente, lo que normalmente había era subordinación, complicidad y chantaje.
Hasta que la transformación llegó. Aunque no de inmediato, conforme el viejo sistema se resquebrajaba, al menos uno o dos generaciones de reporteros nos vimos a nosotros mismos como agentes de cambio y nos dedicamos al lindo oficio de criticar a los demás. Como gremio, pasamos de porristas a actuar como una especie de “valientes activistas” (según nuestro propio espejito mágico).
Pero la idea de esa gran prensa vigilante que denunciaba entuertos y derrumbaba presidentes también se desdibujó en el mismo contexto en el que Mr. Blair pronunció su celebre discurso en la sede londinense de Reuters. Luego de una vida de intentar seducir periodistas, el cambio tecnológico y de dinámicas lo desveló como un pequeño y obsoleto vocero del más rancio establishment.
Como acá. Después beneficiarse directamente del trabajo de medios cada vez más críticos hacia el poder que no era suyo, cuando llegó a Palacio la vieja oposición –cual nuevos ricos--, suspira por aquel coro de adulación y, por qué no, “pues-se-lo-merecen”, de adoración.
Sin el perverso talento “de los de antes” para “feed the beast” de una manera que beneficiara tanto a los medios como a los gobernantes, el nuevo oficialismo apuesta por los periodistas militantes, aplaudidores al estilo del “viejo régimen” que tanto dicen repudiar.
En estos tiempos de polarización, el periodismo descriptivo sigue siendo la excepción.
Los nuevos saben, o deberían, que en este mundo nuevo gobernar es, en muchos sentidos, comunicar. Saben, o deberían, que en lo fundamental ni los medios --vaya, ni el pueblo-- son ideológicos; quieren, exigen resultados. Nada más con eso.
En tanto, los medios, a los que tanto trabajo les cuesta superar su adicción a las prebendas y los privilegios, pregonan su reciente adquirida libertad y algo hacen rumbo a la profesionalización de sus tareas, de la cual, se supone, llegará su viabilidad material.
PD.- En Circle William, la novela de Harlow de 1999, al final ganan los buenos.