El fin de una era”, anunció The Economist. “La muerte de Isabel II priva a la Gran Bretaña de un hilo que tejió a toda la nación y la unió con su pasado”. A lo largo de más de 70 años —los que permaneció en el trono, a partir de 1952— proyectó a la corona como un bastión de permanencia en un mundo de cambios y convulsiones, consagrado al individualismo, en el que resultaba arcaico el concepto del deber al que ella misma consagró su vida. Isabel II entendió, en efecto, que debía poner por delante su deber, que tenía que sacrificar la expresión de sus opiniones por el bien de la monarquía: mantuvo sus juicios personales absolutamente privados, pues toda señal de parcialidad habría puesto en peligro la posibilidad de representar a todos sus compatriotas. Esa decisión inquebrantable ayudó a asegurar la sobrevivencia de la monarquía británica, que mantiene un vigor (apoyada por 80 por ciento de la población) que no tienen otras monarquías (la danesa, la sueca, la holandesa) que también sobreviven en Europa.
Su visión de la monarquía era clara: reforzar el sentido de unidad y continuidad de su país, proyectar la idea de una nación a la que todo el mundo pertenece, no solo los ricos y los famosos, y en la que cada uno tiene el mismo valor que los demás. La reina (al igual que su madre, por cierto) logró transmitir el mensaje de que todos, no solo unos cuantos, importaban. “La identificación de la reina con la gente común y corriente fue algo natural y fácil para ella”, reflexiona The Economist, “pues a pesar de haber presidido la cumbre más alta de la aristocracia, estaba en muchos sentidos más cerca de la gente ordinaria que de la élite”. La reina no tenía grandes ideas ni grandes pasiones, y su gusto era mediano, como el de su pueblo. Usaba ropa de colores llamativos. Su sentido del humor era infantil y popular, y también entrañable: en los Juegos Olímpicos de Londres, James Bond cayó con ella en un paracaídas antes de hacer su aparición en el estadio junto al príncipe Felipe, y en el Jubileo de Platino, el pasado junio, apareció tomando el té con el oso Paddington.
“El método principal de la reina para evitar la hostilidad potencial era la discreción”, prosigue The Economist. “El silencio público que mantuvo durante siete décadas sobre todos los temas, salvo los más anodinos, fue central en su deseo de representar a toda la nación (…) Esta desaparición voluntaria de su personalidad es anacrónica en la era de los selfies, pero fue fundamental en la visión que tenía de su papel (…) El hecho de que nadie sepa lo que pensaba sobre nada, en absoluto, muestra lo discreta que fue”. En el referéndum sobre la independencia de Escocia, un tema que la atañía en el alma, no se permitió hacer un solo comentario que pudiera mostrar su parcialidad: todo lo que dijo fue que la gente debía pensar con mucho cuidado sobre el futuro. En el referéndum sobre Brexit, más tarde, se obligó a guardar la misma prudencia en todo el Reino Unido. “Era la mujer más famosa en el mundo”, dice el Financial Times, “y sin embargo no se sabía casi nada sobre sus opiniones privadas”.
No sabemos cuál será el futuro de la monarquía en el Reino Unido, en parte porque sabemos que la reina no pudo transmitir el arte de la discreción a su familia.
Carlos Tello Díaz
Investigador de la UNAM (Cialc)
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