El filósofo Byung-Chul Han advirtió que “la tecnología sin control político puede adoptar una forma monstruosa y esclavizar a las personas”. No hablaba de cine, sino del riesgo de crear sin un porqué. Ese riesgo se siente hoy con fuerza al ver Frankenstein, la magnífica reinvención de Guillermo del Toro.
La historia de Mary Shelley nació como un alegato contra la arrogancia científica. Dos siglos después, su advertencia regresa con nuevos bríos. Vivimos una época que innova sin pausa, donde todo lo “disruptivo” se vende como progreso. Como Víctor Frankenstein, confundimos innovación con sabiduría y capacidad técnica con propósito moral.
Del Toro lo entendió con claridad. Cuando le preguntaron por la IA, respondió con ironía y lucidez: “No me asusta la IA, sino la estupidez natural”. Y su película encarna esa idea. Su monstruo no es una criatura malvada, sino el resultado de un creador cegado por la vanidad. Del Toro convierte esa ceguera en espejo: la tecnología contemporánea avanza más rápido que nuestra ética. Lanzamos productos y modelos algorítmicos sin tiempo para comprenderlos. Triunfa la prisa. Se impone el mercado. Se diluye la responsabilidad.
La película hace vibrar ese conflicto. Con una estética deslumbrante y una sensibilidad que solo Del Toro posee, Frankenstein muestra que el verdadero horror no es la criatura, sino el abandono. Ese es el golpe más certero del filme: recordarnos que toda creación reclama un creador dispuesto a asumir consecuencias.
La lógica vertiginosa de la IA repite el error de Frankenstein: pensar que todo lo que se pueda crear, deba ser creado. Las grandes plataformas entrenan modelos que aprenden de nosotros más rápido que nosotros de ellos. Sin regulación sería, sin límites políticos, y sin un proyecto ético que guíe su despliegue.
Pero sería un error ver la IA —o a la criatura de Shelley— solo como amenaza. La criatura obliga a Víctor a mirarse por dentro. La IA debería obligarnos a mirar la sociedad que estamos construyendo: qué valores nos mueven, qué responsabilidades aceptamos y qué mundo queremos construir.
El legado de Frankenstein es simple y brutal: no existe creación sin responsabilidad. La pregunta no es si la IA será un monstruo, sino si estaremos a la altura de nuestra propia obra