Si se cobrara una lana cada vez que alguien osara hablar de los aprendizajes obtenidos “con-esto-de-la-pandemia”, habría presupuesto para armar un santo guateque, eso sí, con cubrebocas y distancia social incluida. No vaya a ser el Diablo. Y como jamás se ha suspendido una gorra por mi culpa, para poner mi granito de arena al jolgorio podría sumarme al alud de frases que del chancro pandémico se han derivado.
Poco antes de que nos mandaran a casa a guardarnos, experimenté en carne propia lo que alguien días después se encargó de verbalizar: “Si no te mueves, la vida te mueve”. Aún no andábamos paranoicos ni se hablaba de cifras alarmantes de contagios en lo general, pero los cambios ya se empezaban a sentir en la particularidad de quien esto escribe.
La rutina podrá ser cualquier cosa, pero de que brinda certidumbre eso es un hecho. Los animales sociales de costumbres enraizadas lo sabemos bien, de ahí que cueste uno y la mitad del otro dejar de hacer lo que se hace. Pero los filósofos del “covidismo” tienen la boca atascada de razón, a fuerza de no haber más remedio acusamos transformación incluso quienes solíamos ser más reacios a ello.
A los lugares de trabajo, a los esquemas de interacción, a la manera de ver el mundo y hasta de vernos a nosotros mismos. Luego de dos años de rudeza innecesaria por parte del barbón de arriba, la lección de movilidad se ha vuelto, quién lo diría, todo un hábito. Tanto que cada que hay oportunidad de ejercer la metamorfosis, ni modo de no aprovecharla.
Luego de muchos meses de mover las carnes en el gimnasio, antes y después del encierro covidiano, de hacer migas estupendas con profesionales y entusiastas del fitness, las finanzas, el tiempo y el sentido común se impusieron. Y acabaron por lanzar mis huesos (y mis lípidos) a un nuevo entorno sudoroso donde lo imperante son las barras y las mancuernas.
Contrario a la práctica de dejarme ir como gorda (no muy gorda) en tobogán por los salones de pilates, gap, yoga y zumba, comprendí que había llegado el momento de ignorar a la doñita que llevo dentro y de entrarle a las pesas, de codearse con la raza de la hipertrofia muscular y dejar de hacerle al cuento. Así que me armé del valor necesario en estos casos, dejé las clases de cardio y le entré al asunto de peso.
Habiendo tomado semejante decisión e invadido la región de los forzudos con cara de malos, me pregunto cuánto tiempo debe pasar para que me entren ganas de usar camisetas talla “Ch”, para empezar a caminar con los brazos separados de los costados como si me ardieran las axilas o para enfundarme en unas mallas debajo de un short que salvaguarde el pudor, nomás para estar a la “moda”.
Por lo pronto acuso un severo envaramiento del hermoso cuerpo que habrán de comerse los gusanos. No me apresuro a decir que ando tieso, pues aún no obtengo ese honor, pero hay en mí una sensación de haber sido usado como piso para un buen zapateado. Es el precio de moverse, supongo.
fulanoaustral@hotmail.com
@fulanoaustral