Sigo de pata de perro en la Gran Manzana. A estas alturas del viajecito el cuerpo se ha habituado al frío atroz, a la comida rápida y a andar para todos lados a ritmo neoyorquino, es decir, en friega loca. La gente de acá no sabe vivir de otra manera, siempre con prisa, parece que muchos van hablando solos, pero al mirarles un oído llevan el auricular que les salva de la locura y les conecta con alguien más.
Otros, de plano hablan solos y les da lo mismo. Se trata de indigentes o personas con dudosa salud mental que suelen estar lo mismo en el subterráneo que desperdigados por las calles. Los que saben recomiendan ignorarlos y no meterse en problemas, así que soy yo el que se hace el loco y sigo mi camino a en fa, que es como se anda este lugar.
Si algo caracteriza Nueva York es el tráfico vehicular, pero me sorprende que no sea del calibre de las películas. Sí lo hay, pero es hasta cierto punto llevadero. Lo mismo ocurre con el ruido. No falta el neuras que suena el claxon ante la fracción de segundos que le lleva al de enfrente arrancar. O cuando los peatones, la mayoría turistas, andan en la baba y cruzan el paso cebra ralentizando el avance de los autos.
Aquí me detengo para desmitificar un par de asuntos que han dado la peor de las publicidades a la ciudad que no duerme. No solo no huele mal, tiene un olorcito en el aire tan grato que si no fuera por el clima uno podría permanecer fuera hasta bien entrada la noche. Lo digo porque en hay videos en redes sociales donde se habla de los malos humores que hay, cosa que ni entre la gente ocurre, porque suelen ser muy amables.
Aunado a ello, hay malandros digitales que hablan de la explosión demográfica en materia de ratas. Para ser honestos vi una sola de ellas y eso que usé el metro hasta el cansancio. De hecho, me encontré en mi andar con más ardillas, que son la mar de graciosas y una de ellas incluso se me acercó peligrosamente, tal vez con intenciones hambrientas o con la curiosidad de mirar de cerca a este espécimen escribano.
Pienso en todo esto mientras recorro Central Park, en uno de cuyos parajes tomo un descanso para recetarme el pudín de plátano que compré en Magnolia Bakery. Uno de los postrecitos que, sin importar la hora, le caen bien al alma, que se estremece con tanta chulada, árboles por doquier, hojarasca con tonos dorados, lagos de antología y un verdor que se interrumpe con los edificios como telón de fondo.
Camino y camino, y mientras más lo hago más me dejo conquistar con este sitio del que desde ya me declaro ferviente enamorado. Que me perdonen París, Roma y hasta Barcelona, como reza la memorabilia I love NY. En esas ando mientras Sting suena en el playlist: “I’m an alien, I’m a legal alien. I’m an englishman in New York”.