Jorge Luis Borges sostenía sentirse más orgulloso de los libros leídos que de aquellos que había escrito. El argentino, que vio desde el más allá cómo era alterado su apellido gracias a los notables oficios literarios de Vicente Fox, sabía, amén de una extraordinaria inteligencia, que sus obras eran impecables, pero más lo eran aquellas de las que podía echar mano para edificar su pluma.
Seguramente a Borges, como a muchos escritores, le habría gustado ser el autor de alguno de sus libros favoritos. Saberse fuente de uno que otro incunable es sin duda un lujo que solo la imaginación puede prodigar. Y aunque tanto la moralidad como la ética se encargan de poner el copyright en su sitio, no deja de ser uno de esos inútiles, aunque estimulantes ejercicios del pensamiento.
En una suerte de aproximación al tema, el séptimo arte, como suele ocurrir con esas posibilidades tan suyas para ir un paso más allá, ensaya un escenario en el que hace realidad el jugueteo. Pero con las consabidas consecuencias para quien ha osado robar, como Prometo, el fuego a los dioses. Hace unos días me reencontré con la cinta The words, de 2012, dirigida por Brian Klugman, en ella se presenta un caso que pone a pensar al espectador, mientras empatiza con Rory Jansen, el personaje principal encarnado por Bradley Cooper.
Se trata de la historia de un aspirante a escritor que por azares del destino se encuentra con el manuscrito de una novela que le brinda la oportunidad de alcanzar el éxito editorial, haciéndola pasar por suya. La trama ocurre en una suerte de construcción en abismo, donde la historia central es contada en una lectura en atril por un prosista consagrado que narra desde su pluma las venturas y desventuras del recién laureado literato, mientras el verdadero responsable de las palabras da cuenta de quien ha usufructuado su obra.
El predicamento para el protagonista es inevitable y la lección moral se traduce en un puente que permite al espectador comprender el nudo de la trama, al tiempo que reprueba el proceder del novelista suplantador y lamenta la mala pasada que la vida le jugó al escribano original. La historia vale la pena por sí sola, pero además por el elenco de lujo que se carga, ya no digamos por la posibilidad de garabatear con el “qué-tal-si…”.
Probablemente Borges y otros gigantes de las letras habrían enmendado la plana a la historia, haciéndola más compleja y rica en recursos literarios. Pero es un inmejorable ejemplo de lo que podría suceder en el caso de que alguien se animara a hacer caravana con la narrativa ajena. Y eso que se trata de una obra inédita. Qué no decir si fuera uno de esos clásicos de siempre. Con el consecuente escándalo público y la obvia respingada del creador.
Carlos Gutiérrez
@fulanoaustral