
Las remesas que millones de mexicanos envían desde Estados Unidos a sus familias en México no son solo un asunto económico. Son un fenómeno profundamente humano, social y político que conecta dos países de forma constante e irreversible. Con más de 63 mil millones de dólares enviados en 2023, estos flujos superan ingresos por turismo, petróleo e inversión extranjera. Sin embargo, el debate público y político en torno a ellas sigue lleno de mitos y simplificaciones peligrosas.
Uno de los grandes errores es creer que las remesas son solo dinero destinado al consumo pasivo. Según el artículo “Myths and Assumptions about Remittances” publicado por el Inter-American Dialogue, muchos hogares receptores usan estos fondos para educación, salud e incluso ahorro, contradiciendo la noción de dependencia. Más aún, las remesas estimulan pequeños emprendimientos, impulsan la economía local y mejoran la calidad de vida en comunidades donde el Estado suele estar ausente.
En muchas regiones rurales de México, particularmente en el sur del país, las remesas representan la diferencia entre el desarrollo y el abandono. Funcionan como una especie de política social transnacional financiada por los propios migrantes. Esto implica una dimensión ética que debería inspirar políticas públicas enfocadas en apoyar e integrar estos recursos al desarrollo local de manera formal y sostenible.
Desde el punto de vista estadounidense, las remesas no significan una “fuga de capital”, como a veces se argumenta. Al contrario, estos flujos fortalecen el poder adquisitivo de las familias mexicanas, lo que a su vez puede traducirse en un aumento de la demanda de productos estadounidenses. Además, los migrantes mexicanos contribuyen activamente a la economía de Estados Unidos, no solo con su trabajo, sino también pagando impuestos y consumiendo bienes y servicios.
Más aún, las remesas permiten una forma de diplomacia económica silenciosa pero poderosa. Las relaciones entre México y Estados Unidos se ven beneficiadas por estos lazos económicos y personales que millones de migrantes mantienen con sus comunidades de origen. Propuestas para gravar o restringir las remesas –como han surgido en algunos sectores del Congreso estadounidense– no solo son contraproducentes, sino que podrían deteriorar la relación bilateral y fomentar mecanismos informales de envío, menos seguros y más vulnerables al crimen organizado.
Las remesas, al ser un puente financiero y emocional, ayudan también a contener las causas estructurales de la migración. Al permitir que muchas familias mexicanas vivan con mayor dignidad, se reduce parcialmente la necesidad de emigrar. Este efecto estabilizador tiene implicaciones estratégicas que deberían ser reconocidas por los gobiernos de ambos países en sus agendas migratorias y económicas.
Sin embargo, para aprovechar todo el potencial de las remesas, se requiere voluntad política e innovación. Programas binacionales que incentiven la inversión productiva de estos recursos, así como una banca más accesible para los migrantes y sus familias, podrían multiplicar su impacto. La formalización y digitalización de los envíos también contribuiría a una mayor transparencia y eficiencia en el uso de estos fondos.
En conclusión, las remesas no son solo dinero que cruza fronteras; son un acto de compromiso, de arraigo y de construcción de puentes entre naciones. Entenderlas en su verdadera dimensión es clave para fortalecer una relación bilateral más justa y colaborativa. Reconocer el valor de quienes las envían y facilitar su uso productivo no solo es una deuda de justicia social, sino también una apuesta inteligente para el desarrollo compartido entre México y Estados Unidos.